El Consejo de Rectores se creó por Ley en 1954 con el objeto teórico de cumplir una función asesora en materias de educación superior. Lo integraron las ocho universidades existentes a esa fecha. La legislación de ese entonces definió una distribución de los aportes a esas instituciones en proporciones que guardaban una relación aproximada con su número de estudiantes. Ello en gran medida constituyó un reconocimiento, que ya se había hecho durante sucesivos gobiernos desde 1922 a través de asignaciones presupuestarias de distinto orden, de que todas esas universidades, más allá de su naturaleza jurídica, se consideraban como públicas y merecedoras de recursos fiscales. Este hecho es importante recordarlo en el actual debate educacional.
Hoy el Consejo está compuesto por 25 instituciones, las ocho originales y las que surgieron de ellas después de la reforma de 1981. Desde ese entonces, la creación de nuevas universidades ha hecho que el Consejo de Rectores pierda importancia relativa, toda vez que en la actualidad representa un cuarto de la matrícula total y poco más del 40% de la universitaria.
Sorprende que el Consejo de Rectores quiera mantener la función de asesoría que le dio la legislación que lo creó, siendo tan poco representativo del sistema de educación superior nacional y considerando que sus instituciones son muy heterogéneas, pues aunque están las más complejas del país, otras son en esencia solo instituciones docentes. Así, quedan fuera del Consejo universidades relevantes con mayores niveles de producción de bienes públicos que varias de las que están en su interior. Por eso tiene razón
el rector de la PUC cuando hace un llamado a actualizar el CRUCh y a que se incorporen a él nuevas instituciones, lo que también piensa el propio ministro de Educación. Si ello ocurriese, seguramente la voz de la organización se escucharía con más atención.
Ahora bien, la dinámica del Consejo de Rectores en el último tiempo, en la que han chocado en aspectos relevantes las universidades estatales y privadas que lo conforman, hace poco plausible que esta reformulación, aunque es de toda lógica, ocurra; particularmente porque las estatales tienen mayoría en esa instancia. Así, es muy posible que los intereses de corto plazo terminen por abortar una reformulación más en línea con lo que es la realidad del sistema de educación superior del país. Quizás tampoco ella tenga sentido desde una perspectiva más amplia, toda vez que la creación del Consejo de Rectores obedece a un momento de nuestra historia en la que el Estado buscaba incorporar los intereses corporativos en el diseño de la política pública. No parece razonable que el Estado designe como organismo asesor a aquellas instituciones que debe supervisar y respecto de las cuales tiene que legislar en favor de los intereses del país. La asesoría de estas instituciones nunca va a ser imparcial. En este sentido, el paso más sensato puede ser suprimirlo.