Mostrar tarjeta amarilla por festejar siempre me ha parecido un absurdo. Sobre todo en el caso de sacarse la camiseta.
Entiendo que la normativa FIFA al respecto tiene una motivación económica y política. A los auspiciadores y fabricantes de camisetas no les interesa -por razones obvias- que en el momento mágico del gol el héroe que celebra no muestre cabalmente para las cámaras y los fotógrafos el producto que se promociona. Y a los organizadores del espectáculo les inquieta que bajo los dorsales existan leyendas "que nada tienen que ver con el fútbol".
Lo otro entra en el plano de lo estético. Hubo una época en que los futbolistas le mandaban saludos a la mamá, a la guagüita, a la polola y esas cosas, que con el paso del tiempo y las sanciones de rigor fueron trasladando a los tatuajes en los brazos, que ahora besan con fruición. Si uno atendiera a esos gestos solamente, colegiría que no hay raza más querendona, fiel y agradecida que la de los futbolistas, lo que está muy bien.
Con todo, ¿por qué les gusta sacarse la camiseta para festejar, pese a la gravedad de las sanciones? Pues porque como a todo profesional, les gusta lucir su trabajo: un físico bien dotado, calugas generosas, abdomen perfecto. Si yo tuviera todo eso andaría sin polera todo el día. ¿Amerita tarjeta amarilla? En mi criterio no, pero ya está dicho, a los que mandan en el fútbol (auspiciadores y dirigentes) la cosa no les gusta.
Es imposible calibrar entonces cada festejo, porque la ley pareja no es dura y aquel que la contraviene -mientras no la modifiquen o la cambien- se está perjudicando a sí mismo y al equipo, lo que es un precio alto si solo se quiere mostrar el dorso depilado, pero que es un desahogo perfecto si lo que se pretende es demostrar euforia y desborde. Hay goles y goles, por supuesto, pero ley hay una sola, y eso lo saben los árbitros.
Distinto es la coreografía, que queda a interpretación del referí. Mofarse del adversario, del público propio y del ajeno o del mismo juez queda a criterio, y como tal, es materia de interpretaciones. Patear el banderín, hacer bailecitos individuales o colectivos es también materia propia del fútbol, y la línea que divide el festejo de la mofa es discutible. El dedo en la boca haciendo callar al respetable o la mano en la oreja para "escuchar el silencio" es prueba de eso, tan tangible como hoy lo son los gritos hirientes, racistas o procaces que provienen desde la galería.
Lo de Leandro Benegas está en el límite, si no más allá. Después de ejecutar una chilenita perfecta y plástica, el jugador le fue a mostrar los huevos a su grosera y violenta hinchada, como si fueran huevos los que le faltaran a esta versión de la U de Lasarte, más necesitada de fútbol, solidez defensiva, conducción y contundencia que de cojones. Como Benegas viene de un equipo menos ruidoso y masivo, puede que sea verdad su argumento de "que se lo fue a dedicar a un amigo", pero la versión es poco creíble. Evidenciar la genitalidad en una cancha tuvo una expresión gloriosa -hoy conocida como un "Pato Yáñez"- que, lejos de ser sancionada, se ha masificado como insulto gráfico.
Lo de Benegas está lejos de eso, y como el gesto no es interpretable y suena más bien absurdo dado el contexto, o lo olvidamos o lo sancionamos. Yo estoy por el castigo: esas cosas hay que guardarlas para momentos especiales. Y un gol de chilena no merece festejarse así.