Vi, hace unos días, una película que, a estas alturas, es vieja. Se llama Cloud Atlas -se tradujo como El mapa de las nubes-, y está dirigida por Tom Tykwer, director de Corre, Lola, corre, y los hermanos Wachowski, directores de Matrix. El libro en el que se basa, cuyo autor es David Mitchell, me había dejado impávida, pero la película, de principio a fin -y eso es un tiempo extenso: dura tres horas-, me resultó emocionante. La trama reúne seis historias que transcurren en lugares y épocas diferentes, desde el siglo XIX hasta un futuro postapocalíptico, interconectadas entre sí (lo que sucede en una tiene eco en las otras), e interpretadas por los mismos actores (Susan Sarandon, Tom Hanks, Hugh Grant). En una de ellas, que tiene lugar en el futuro, una mujer destinada a servir y obedecer en un mundo de castas orwellianas, transformada en líder de una revolución en ciernes, es detenida e interrogada por un funcionario que debe obtener información antes de que la ejecuten. Cuando el interrogatorio termina, el hombre le pregunta por qué no renunció a todo cuando aún estaba a tiempo. Ella responde que, de haberlo hecho, "la verdad no hubiera salido a la luz". Él, aturdido, objeta: "Pero ¿y si no hay nadie que crea en esa verdad?". Y ella, mirándolo con modestia, responde: "Hay alguien que ya cree". El hombre comprende que ella está hablando de él: que él es el converso, el que cree en esa verdad, y que ya no podrá hacer nada para ignorarla. En otra de las historias, que tiene lugar en el siglo XIX, un hombre le dice despectivamente a su yerno que sus ideales antiesclavistas son despreciables: "Este movimiento no sobrevivirá. Si te unes, tú y toda tu familia serán repudiados. Vivirás como un forastero. Te van a atrapar, te van a crucificar. ¿Y por qué? Hagas lo que hagas, tu esfuerzo solo será una gota en el océano infinito". Entonces su yerno le responde: "¿Y qué es un océano si no una infinita cantidad de gotas?".
Lo que resulta emocionante en esas escenas -y en otras- no es la frase con la que culminan, sino la forma en que los directores dejaron caer esas frases allí. El camino previo es lo que hace que resulten -al menos para mí- emocionantes. Después de todo, la línea final de Casablanca -"Este puede ser el comienzo de una gran amistad"- ¿es algo más que una frase de póster que, dispuesta en un contexto de calidad apabullante, se transforma en un clásico de emoción demoledora? Todo esto para decir que, después de verla, revisé las críticas que Cloud Atlas había recibido en el estreno. Recordaba, vagamente, que habían sido malas. Y, aunque había algunas buenas, las malas eran muchísimas y lapidarias, con títulos como "Artefacto vacío y pretencioso", y pasajes como "Cloud Atlas es uno de esos eructos descontrolados que el cine tiene de vez en cuando. Un berp sentido, seguro, hasta colorinche, excepcional, de mil historias, pero mal ejecutado". Lo que más me sorprendió fue que señalaban como lo peor de la película aquellas cosas que me habían parecido estupendas (decían, por ejemplo, que las historias eran enredadas y difíciles de entender, cuando a mí me había deslumbrado, justamente, el encastre fluido, la forma en la que uno era arrastrado de una a otra sin perder el hilo de lo que estaba sucediendo); y, sobre todo, se lanzaban como un enjambre furioso contra la "filosofía barata y new age" de lo que llamaban el "mensaje" de la película y que, aseguraban, era este: que todos estamos conectados entre todos, desde el principio de los tiempos y hasta el fin. Confieso: yo había entendido que ese no era el "mensaje" -ni barato ni caro-, sino, qué boba, el argumento. Como cuando, digamos, uno asume que Spiderman es una película sobre un tipo que, picado por una araña, adquiere poderes sobrenaturales, y no un "mensaje" acerca de lo conveniente que es dejarse picar por las arañas.
¿Conclusión? Ninguna. Solo me quedé pensando en cómo a veces se aplauden al unísono, en algunas obras, cosas que, en otras, se critican con severidad (para no ir muy lejos, el estado de emoción temblorosa y babeante con que todos aplaudieron la última Toy Story, que no es otra cosa que una metáfora sobre el fin de la infancia, fue casi monolítico y nadie creyó ver en la película un mensaje de demagogia o de filosofía barata: yo tampoco). Pero sé que no tengo un criterio confiable: es verdad que escenas como las de Uma Thurman rompiendo el ataúd en el que acaban de enterrarla viva en Kill Bill, de Quentin Tarantino; o Rodolfo Bebán caminando hacia su salvación solo para ser lanceado cobardemente por la espalda en el final de Juan Moreira, de Leonardo Favio; o Winona Ryder bebiendo sangre del pecho de Gary Oldman en el Drácula de Coppola (una película que vi tres veces seguidas, sin respiro, sin poder detenerme, el mismo día de su estreno) me producen un grado de emoción superior, algo lujoso y enorme, más parecido a la iluminación que a la euforia. Pero también es cierto que, a veces, cuando salgo a dar vueltas en auto y en la radio pasan una vieja canción de José Luis Perales o de Nino Bravo, siento un chorro de emoción brillante que me electriza hasta el polvo de los huesos. Solo intento decir que, si existen las emociones clase A, yo puedo admitir, sin pudor, que cierto tipo de emociones clase Z me resultan igual de necesarias. Todo, en el fondo, es parte de lo mismo: del combustible que nos mantiene despiertos.