Chile no tiene un gran estadio. Desde hace mucho rato.
La política estatal permitió que hubiera buenos y modernos recintos en muchas ciudades, que seguirán aumentando, pero la premura por entregar el Estadio Nacional antes del término del primer período de Michelle Bachelet convirtió a "nuestro principal coliseo deportivo" en un adefesio.
Su capacidad quedó muy limitada, su estética es anticuada, sus servicios obsoletos. Que el principal recinto del país albergue a poco más de cuarenta mil personas es una limitante, sin dudas. Económica y social.
Peor aún es que cuando se llena las condiciones operativas y de seguridad sean -a la luz de lo expresado por las mismas autoridades- insuficientes.
Honestamente pensé que el Estadio Monumental sería escenario de la próxima Copa América con importantes mejoras. Desde todo punto de vista. También de capacidad, pero dándole un toque de modernidad a un estadio que cumplirá treinta años sin una inversión importante en su ampliación o mejoramiento. Eso no ocurrirá, lo que no deja de ser extraño. El recinto colocolino es uno de los pocos que son financiados por un club, pero hace rato requiere de modificaciones profundas. Ni hablar de las butacas dibujadas en el piso de concreto de sus dos galerías, que parecen una broma al lado de grandes y modernos recintos.
Para organizar la Copa América y el Mundial Sub 17 la Federación de Fútbol hizo lo de siempre: corrió a pedirle recursos al fisco. Y parecía que el país llegaba sobrado de cariño a las dos citas, pero pasó lo que tenía que ocurrir: Concepción estuvo siempre atrasado y Viña del Mar quedó entrampado en una maraña de ineptitudes, burocracia y malgasto que es francamente bochornosa.
Los clubes que utilizarán esos escenarios no tienen nada que decir: no pusieron ni el pegamento para las maquetas. Y la Federación tampoco, porque depende de la buena voluntad de los gobiernos, que en estas materias operan con plazos y objetivos que son propios de la administración pública. El temor es que, urgidos por los plazos y las promesas de los funcionarios, terminemos en lo de siempre: haciendo las cosas a la rápida y para que cortemos la cinta apuraditos y orgullosos.
Durante décadas cimentamos una fama de buenos organizadores amparados en la titánica pero modesta tarea del Mundial del 62, que se concretó gracias a una mezcla de entusiasmo, buena voluntad de la FIFA y aportes privados. Una suma de esfuerzos que levantó el mito de los buenos organizadores, de los gestores eficientes, de la austeridad en la adversidad. Con la venta de entradas on line ya se han vivido insufribles bochornos. Por lo que esta vez no hay excusas posibles para las dos sedes que están en peligro. Viña del Mar y Concepción no deben llegar a tiempo; deben llegar bien hechos, aunque haya que tragarse el sapo de la vergüenza.
La cantidad de empresas licitantes para cada detalle de los recintos y la falta de rigor ha motivado, por ejemplo, que el estadio de Calama, que debió haber sido entregado hace rato, siga en el limbo. Y que, por esta vez al menos, los comités organizadores de ambos torneos parezcan -como tantas veces pasó en el mundo en el último tiempo- meras oficinas de partes de los que verdaderamente mandan: los que ponen la plata. Que no se les olvide cuando hagan la evaluación final, donde no podrán olvidar que ni la selección adulta ni las juveniles tienen todavía un lugar decente donde entrenar en el siglo XXI, pese a los millones que ahora ingresan a las arcas de la Federación. Y eso sí que es incapacidad de gestión.