Que nadie se engañe. Una candidatura al Oscar exige tanto ánimo de "apostar por el arte" como voluntad de jugar al jueguito de la industria. No importa si estás haciendo una película sobre Martin Luther King ("Selma"), un francotirador en Irak ("American Sniper") o la infancia de un niño en Texas ("Boyhood"). Entre diciembre y febrero estás obligado a dar todas las entrevistas que sean necesarias, caminar por media docena de alfombras rojas, preparar varios discursos de aceptación y aplaudir con tu mejor cara a los ganadores. Da lo mismo si llevas la procesión por dentro. No hay caso: así funciona el negocio.
Por lo mismo, impresiona la franqueza, la crueldad y el sentido del humor con que lo enfrenta "Birdman", cinta que hoy figura compitiendo en nueve categorías y que, a primera vista, es la clase de historia que le encanta a la Academia: la odisea de Riggan Thompson, un actor que -años después de encarnar a un superhéroe en el cine- quiere redimirse ante el público y ante él mismo, montando una obra de teatro en Broadway al tiempo que todos sus demonios internos vuelven a acosarlo. Pero eso no es todo. Michael Keaton -el actor que protagoniza el filme- pasó por algo similar a mediados de los 90, cuando su carrera se fue al tacho después de negarse a seguir haciendo filmes de Batman junto a Tim Burton. Y claro, Birdman es la producción que lo "trae de vuelta" y además lo hace con un desafío técnico que quita el aliento: la película está presentada como una gigantesca toma continua, con una cámara que sigue a los actores, que se convierte en ellos, que los espía, los cuestiona y los empuja al límite.
La narrativa de todo el asunto, tanto dentro como fuera de la pantalla, es demasiado perfecta y circular, demasiado tentadora como para ignorarla, como para no "premiarla" y, al mismo tiempo, reconocer también que puede descomponerse en un gigantesco cúmulo de lugares comunes, libres para asociarse en la combinación que mejor le haga sentido al espectador. Sabemos que una de las especialidades de Hollywood es construir historias sobre la base de clichés; pero abocada a ese mismo desafío, "Birdman" simplemente da vuelta el juego: protagonista desesperado, redención, el teatro como correlato de la vida real, actores malditos, familia en crisis, el esplendor y la locura de Nueva York, crisis del macho americano, crítica a las redes sociales, a las superproducciones, a los medios, a las relaciones interpersonales, e incluso crítica a los críticos. Todo eso y más va girando sin parar, cocinándose a máxima temperatura en las manos del director Alejandro G. Iñárritu (quien, lógicamente, quiere su Oscar) y Emmanuel Lubezki, su brillante director de fotografía (quien ya tiene el suyo), los dos conscientes de "Birdman" no como un filme sobre la condición humana o sobre el mundo del espectáculo, sino una suerte de diabólico carnaval; uno que puede orquestarse a puertas cerradas, en los laberínticos pasillos del teatro St. James, o (si se abren las puertas y se caminan unos cuantos pasos) en el decadente y desquiciado esplendor de Times Square. En ambos escenarios, el egocéntrico y delirante Riggan Thompson se jugará la vida por su proyecto. En ambos, su quijotada tocará el cielo y el suelo. Tan vital como fútil. Tan sublime como ridícula.
BIRDMAN
(Estados Unidos, 2014). Con Michael Keaton y Edward Norton. Dirección de Alejandro G. Iñárritu. 119 min.