Una frase que escuché hace ya muchos años a mi profesor de Filosofía del Derecho quedó grabada en mi memoria: solo el demonio puede querer el mal por sí mismo, los hombres hacen el mal porque creen que así obtienen un bien. La recordé a raíz de las noticias que nos han golpeado en los últimos días, aunque de muy distinta naturaleza: la masacre cometida por terroristas en Francia y la decisión de la Fiscalía de pedir la formalización de los dueños del grupo Penta por los dineros entregados a políticos, contra boletas o facturas por servicios no realizados en favor de esas empresas.
¿Cómo es posible que se llegue a cometer este tipo de actos, atroces en el caso de los atentados de París y delictuales, en opinión de la Fiscalía, en el caso Penta? Una posible respuesta es segregar a sus autores del resto de los ciudadanos: han realizado estos ilícitos porque son terroristas, criminales, corruptos, codiciosos. Se les sataniza al sugerir que no son hombres y mujeres como nosotros y se han transformado en verdaderos demonios. Esta respuesta no solo es falsa, sino que simplifica el asunto e impide ver que todos estamos expuestos a incurrir en este tipo de comportamientos reprochables, desde los más leves hasta los más deleznables.
"Je suis Charlie" ha sido la frase con la que se ha condenado el atentado a la revista francesa. Pero también podríamos decir "Nous pouvons tous être Kouachi" ("todos podemos ser Kouachi"), los hermanos yihadistas culpables de la masacre. Digo esto no para justificar ni atenuar la brutalidad con la que actuaron, sino para tratar de entender por qué llegaron a tal grado de malignidad, siendo simples seres humanos, iguales al que escribe y al que lee estas líneas.
La clave de este misterio reside en el olvido de la antigua máxima moral de que el fin no justifica los medios. Los hombres que hacen algo dañino para otros o para la comunidad, normalmente actúan así no porque no sepan que están obrando ilícitamente. Lo saben, pero piensan que como su fin es bueno y laudable, el medio empleado puede justificarse. Los hermanos Kouachi querían evitar que Charlie Hebdo siguiera mofándose, a través de caricaturas y artículos ferozmente satíricos, de la creencia religiosa que daba sentido a sus vidas. El fin buscado -que su religión fuera respetada públicamente- es bueno, pero juzgaron que no importaba que el medio para lograrlo fuera asesinar cruelmente a los responsables de la revista.
A otro nivel, las infracciones o delitos del caso Penta podrían estar inspirados en el legítimo fin de apoyar con recursos a políticos que representan las ideas y valores que los controladores del grupo estimaban convenientes para el bien del país. Pero de nuevo se usaron medios que eran ilícitos, al tratar de justificar esos gastos mediante boletas o facturas que permitían disminuir la base imponible de sus sociedades y así defraudar el patrimonio fiscal.
Algo similar sucede en otros casos de elusiones tributarias o incumplimiento de deberes, incluso en los aspectos más cotidianos. ¿No es acaso una costumbre que los camareros que atienden un restaurante le pregunten a quien paga la cuenta si va a necesitar boleta o factura?
Los ejemplos podrían multiplicarse. Con el pretexto de evitar sufrimiento a la mujer embarazada en caso de violación o de malformación fetal, sin duda un buen fin, no puede admitirse que como medio se elimine una vida humana inocente. En aras de respetar la dignidad de las personas homosexuales no puede consentirse en desnaturalizar el concepto de familia, fundada por la unión entre un hombre y una mujer y orientada a los hijos.
Es tiempo de tomarse en serio, de manera coherente y sin doble estándar, aquello de que no se puede hacer el mal para que venga el bien. Un acto contrario a la moral o a la justicia nunca puede llegar a ser legítimo por la intención de conseguir un buen fin. Porque, como dice el refrán, de buenas intenciones está empedrado el camino del infierno.