En Pista resbaladiza , el mejor libro que leí este año, Roberto Merino elige entre todas las decadencias posibles, la vejez del rockero pegado a su guitarra tocando desesperado en el escenario hasta perder sus últimas fuerzas. Cumpliendo con su palabra, Merino toca el bajo y la guitarra en un grupo, "Ya se fueron", en que todos los integrantes tienen veinte años menos que él. Esa elección de Merino dice algo también del rock en general. Siguiendo al pie de la letra el comienzo de una canción de Neil Young, Kurt Cobain prefirió quemarse rápido, antes que apagarse lentamente. Pero no hay nada más bello y terrible, nada menos apagado que la vejez misma de Neil Young, su escaso pelo largo cayendo sobre su cara lastrada de toda suerte de arrugas y heridas tocando la guitarra eléctrica con una sordera ejemplar, como si tuviera veinte años o menos. Como si no tuviera la edad de Robert Plant, de Iggy Pop; de Mick Jagger o de Robert Smith, decadencia asumida y plena, arrugas por todas partes, sobrepeso y algo en las caderas, en la voz, en la desesperación adolescente todavía.
Cambiaron el mundo, no lo mejoraron, pero de alguna forma inventaron una forma propia de nostalgia eléctrica, una serie de momentos únicos en serie. Cuando la industria existía seguían siendo un producto, a la deriva ahora son unos náufragos, unos ejemplares únicos de una marca que se extinguió sin número de serie. La gracia del rock quizás nazca de eso mismo, de la mezcla incongruente de romanticismo e industria. Las válvulas eléctricas que el padre de Keith Richards fabricaba en Dartford se convirtieron en la esencia misma del arte del hijo, obsesionado por recrear un mundo en que no vivió, pero que era perfecta metáfora del suyo: El sur de los Estados Unidos en los años cincuenta del siglo pasado.
En libros tan distintos como Vida de Keith Richards y James Fox, en Crónicas de Bob Dylan, en la paranoide Biografía de una amistad de Claudio Narea, o en Cómo funciona la música de David Byrne, se cuenta la misma historia: la de un grupo de amigos solos en un descampado que escuchaban una música distinta a la que escuchaban en la radio el resto de los niños. Una música que empezaron a tocar sin saber mucho cómo, inventando su propia técnica a medida que iban grabando y tocando en escenarios cada vez más grandes en que tenían que esforzarse cada vez más para evitar ser profesionales. Porque la parte dura de esos libros no es la pobreza de los comienzos, sino el esfuerzo muchas veces inútil para evitar que la fama y los fans les hagan olvidar que antes de estrellas son fanáticos de artistas perdidos en el olvido, que ante todo son aprendices que están jugando a ser músicos.
Keith Richards con candor atribuye su éxito a la píldora anticonceptiva y al hecho fortuito de que el servicio militar obligatorio se acabara justo el año en que él se preparaba para ser reclutado y acabar con una juventud que se alargó así treinta años más. David Byrne atribuye su destino al hecho fortuito de que el administrador de un bar de motoqueros dejara que grupos nuevos tocaran sus canciones a cambio de llevarse las recaudaciones de las entradas (mientras él se llevaba el consumo). Eso y los alquileres baratos del bajo Manhattan. Los mismos que explican en gran parte la vida de Bob Dylan, que más que componer, rellenaba con palabras propias las partes que se le olvidaban de las viejas canciones que admiraba. La insistencia en el azar, pero también en elemento práctico, las salas, los camarines, los sueldos, los estudios de grabación esta en la esencia misma de lo que hizo al rock providencial en la historia de la cultura. En una época en que el arte estaba enfermo de inspiración, infatuado de discurso y abstracción, el rock hizo de la falta de aura una forma de comprender mejor el mundo. Sus héroes habían nacido para obreros, para profesores o para vagos, la fama y la gloria fue para todos ellos una sorpresa que casi los destruye, que los obligó a reinventarse.
En un momento en que todo se "expertiza", el rock es el recuerdo de un mundo que se formaba y se deformaba sobre la marcha sin saber muy bien ni cómo ni cuándo. Desmesura en tres minutos y medio, suicidios, drogas, locura en medio de contratos, abogados y viejas canciones de esclavos ciegos, y viejos chistes de liceo al que también había que serle fiel para llegar a alguna parte. ¿Hacia dónde? No había antes de los Beatles nada que se pareciera a los Beatles. No lo hubo después. Los Prisioneros hicieron música en el más pleno descampado contra una dictadura, usando, sin embargo, el culto de esta por la cultura gringa. El rock no sabía hacia dónde iba, es quizás lo que le otorga esa rara belleza a los viejos rockeros, no sabían que llegarían a la edad que tienen, son de alguna forma sus propias sombras, resucitados lázaros que salen de la tumba para recordarnos que aunque somos todos mortales, hay gente que no muere nunca.