El dilema ético de los millonarios sueldos de los futbolistas chilenos se resuelve con una simple fórmula que opera en el libre mercado: cuánto ganas, cuánto generas. El resto del debate, el que nace del comprensible resentimiento de que un jugador obtenga en un mes lo que un obrero tardará, con suerte, una década en acumular, suele terminar en disrupciones sobre la injusticia social y la deformación que puede llegar a alcanzar una industria tan peculiar como es la del fútbol.
Entonces, que Humberto Suazo vaya a ganar en Colo Colo más de 500 millones de pesos por temporada no representa más que un dato al que se le puede dar un carácter obsceno, si se considera que el sueldo mínimo en Chile es de 225 mil pesos, pero también hay que adosarle una poderosa contraparte, netamente mercantil, si es que el club obtiene ganancias superiores a la inversión por efecto de su participación, un eficiente trabajo publicitario o un exitoso rendimiento deportivo.
La discusión de fondo en la que vale la pena detenerse es si la estructura del fútbol chileno no pierde el sentido de la igualdad competitiva cuando unos pocos registran una inflación en sus gastos, más específicamente en los pagos de remuneraciones de sus planteles, que excede grotescamente el alza de la vida del país en que se desarrolla (U. de Chile apunta un aumento nominal de 161% desde 2009, mientras que Colo Colo de un 67% respecto de 2013, según reportes entregados a la Superintendencia de Valores y Seguros).
Se argumentará que las cifras corresponden a los dos clubes más poderosos del país, propietarios de las mayores fortalezas financieras de la industria del fútbol local, y que ese solo detalle garantiza en el mediano plazo una estabilidad ante cualquier desajuste del mercado, ya sea por una puntual desaceleración, una fase recesiva o incluso una seguidilla de fracasos deportivos que hagan desvalorizar el bien. Es posible, sin duda. Hasta lógico, en un mercado cruel donde el más pequeño no tiene derecho a equivocar la apuesta.
Pero si lo que se persigue es un crecimiento más equilibrado y proporcional de todas las instituciones, algo así como la democratización económica del fútbol nacional que a veces pregonan los dirigentes cuando están en campaña, ¿hasta dónde hoy se está frente a un escenario de competencia desleal de los grandes en relación a los demás clubes, cuya condición no les permite una inversión a prueba de riesgos o a no salirse de presupuestos exiguos que solo un golpe de fortuna o una campaña extraordinaria podría dar una rentabilidad desusada?
No es fácil encontrar la ecuación que genere un progreso más igualitario de los clubes, en consideración de las tremendas diferencias entre unos y otros. Si bien la Unidad de Control Financiero es un avance concreto en la fiscalización de los gastos, en la medida que se aplique y sancione ecuánimemente, quizás no sería mala idea que los mismos clubes que hoy se quejan de sus limitaciones establezcan un sistema para que la ANFP entregue recursos a partir de fondos comunes o subsidios, sobre la base de proyectos concursables, que beneficien a los que jamás podrían pagar sueldos millonarios o hacer contrataciones de primer orden. Si se hace con transparencia y se ejecuta con honestidad, sería bastante más productivo que llorar pobreza.