Hace un cuarto de siglo, Patricio Aylwin fue elegido Presidente de la República. Con él se inauguró, sin aspavientos, el período de mayor libertad, paz y prosperidad en la historia de Chile.
Esto le ha valido un reconocimiento universal, que en estos días se traduce en múltiples homenajes. Se pone mucho énfasis en su personalidad, lo que está bien; pero sus logros tienen que ver más con lo que podríamos llamar su filosofía acerca de la vida y la política.
Aylwin encarnó lo que Albert Hirschman llamara un "posibilista". Son quienes no actúan en función de lo "probable", según lo que indican dogmas, leyes o modelos teóricos, ni de "escribir una página enteramente nueva de la historia humana", sino que se conforman con alcanzar sus objetivos "en la medida de lo posible", pues asumen la historia como una obra provisoria que se construye a pedazos y a través de accidentes y tropezones. Frente a sus pares y a su tiempo, defender esta visión era un gesto heroico, pues rompía con el mesianismo socialcristiano de un Frei Montalva, por una parte, y de la otra se enfrentaba al dogmatismo de izquierda, que creía encarnar las leyes científicas de la historia.
Aylwin, contra todo lo que se esperaba, no se planteó el desmantelamiento del orden socioeconómico y político-institucional instaurado bajo la dictadura. Se ha dicho que no tenía las fuerzas para hacerlo, pero esa es una verdad a medias. En su decisión influyó más la convicción que el pragmatismo. Hirschman lo llama "reverencia por la vida". Se refiere así a esa serena certeza de que el cambio destinado a perdurar es aquel basado en el respeto a lo que hay y en la identificación de fuerzas o tendencias endógenas ya en curso que se pueden potenciar. Este enfoque está en las antípodas del llamado "cambio estructural", ese que tiene una suerte de fijación por las políticas de shock y las retroexcavadoras, y que se justifica exagerando el colapso del orden vigente y negando las fuerzas de transformación internas -como lo hicieron por ejemplo, en su día, los Chicago Boys-.
Es famoso el talento del que hizo gala Aylwin para anular a Pinochet, quien de facto tenía mucho más poder que el Presidente de la República de la época. Lo hizo usando la estrategia del buen artesano, como la denomina Richard Sennet. Este, cuando se encuentra con una resistencia demasiado grande, en lugar de ponerse tenso por la demora, lo que hace es comprender y hasta colaborar con la resistencia con el fin de encontrar aquellos puntos débiles que ofrezcan menos oposición, por pequeños que ellos sean, y avanzar a partir de ellos hacia su objetivo. Lo mismo hace el cirujano y el buen cocinero: ellos también saben que ante la resistencia la delicadeza es mejor que la agresión. Todo lo demás, dice Sennet, es "fantasía machista".
El artesano valora la reparación. Es una labor que requiere saber parar, dejar cosas sin resolver, aceptar soluciones provisorias; pero a la larga es tan difícil y creativa como el partir de cero, y su resultado es muchas veces la reconfiguración del objeto sobre el que trabaja. Fue lo que se propuso e hizo Aylwin con el país que recibió: repararlo, y por esa vía, reconfigurarlo. Con sencillez, tacto y humildad. Escuchando, aceptando el desacuerdo, promoviendo el diálogo y los entendimientos. Tras esto, otra vez, no hay solamente rasgos de su psicología. Lo que hay es una visión de la vida y de la política; una visión que está lejos de la grandilocuencia y certidumbre de quienes creen conocer las leyes de la historia, y más próxima -en cambio- a la modestia y a la duda del artesano.
Esa visión, lastimosamente, la de Aylwin, tiene hoy pocos seguidores.