Cuando el presidente de los industriales declaró ante la Presidenta Bachelet que "nos preocupa el creciente clima antiempresarial que se ha venido desarrollando en el país", dijo la pura y santa verdad. No porque tal clima sea eso que llaman real -como los personeros de gobierno no se aburren de afirmar-, sino porque es efectivamente lo que sienten los empresarios, de capitán a paje.
¿De dónde nace tal sensación? De algo que no saben cómo verbalizar, quizás por lo serio que es. Sienten que están perdiendo el poder que habían acumulado desde la dictadura en adelante, y la experiencia les enseña que primero se pierde el poder y luego el patrimonio. Ocurrió con la aprobación de una reforma tributaria que les quitó recursos para transferirlos al Estado. Es lo que viene con una reforma laboral que devolverá a los sindicatos el poder que les arrebató el Plan Laboral de Pinochet. Lo mismo si se termina con el binominal y se instauran normas que reduzcan las asimetrías del financiamiento político, lo que disminuirá drásticamente el peso de los políticos más afines al empresariado.
El denominado espíritu empresarial es propenso a tomar los deseos por realidades. La suposición de que la Presidenta Bachelet no cumpliría con el programa que presentó en la campaña es un buen ejemplo de aquello. Pero las pinzas: ella ha perseverado en lo que prometió, y fue a la Enade a decírselos en su cara, acentuando la sensación de acorralamiento.
Otro factor que pesa es el fracaso del que fuera su gobierno. Los Larraín, Hinzpeter, Moreno, Pérez Mackenna, Golborne, Echeverría, Schmidt, Fontaine, Bulnes, Morandé, Errázuriz, Bunster, y desde luego el Presidente Piñera, tenían residencia no en los partidos políticos, sino en la comunidad de negocios -a la cual todos han regresado-. Esta no solo aplaudió su incorporación al gobierno, sino que incluso la subsidió -en un caso, como se ha sabido, monetariamente-. Ella imaginó que con un Estado en manos de los suyos, Chile iniciaría un nuevo ciclo que lo llevaría al desarrollo en un vuelo sin escalas. Esta idealización se esfumó rápidamente. El Presidente tuvo que pedir auxilio a los políticos tradicionales para salvar a su gobierno del despeñadero. Todo para terminar -en palabras del director de LyD- en una administración sin "un proyecto diferenciador", que en lugar de crear la "Nueva Derecha" dio origen a la "Nueva Mayoría" y su plan de reformas, luego de una debacle electoral que dejó a las corrientes políticas proclives al empresariado en la posición más precaria desde el fin de Pinochet. Esto es ir por lana y volver trasquilados.
De aquí nace la sensación de acoso de los empresarios. Están corroídos por algo que no conocían: la duda. Ante una ciudadanía que en lugar de admirarlos los mira con recelo. Frente a un gobierno en el que no confían y una jauría de parlamentarios que quiere arrebatarles el control. Forzados a comparecer ante instituciones y funcionarios que no respetan sus pergaminos. Sin políticos ni intelectuales que los defiendan.
El Gobierno, claro, podría quejarse de su sentimentalismo o de su paranoia, e insistir en los argumentos racionales, pero esto no va a mitigar ese sentimiento. Esto no importaría si lo que estuviera en juego fuera solo el bienestar emocional de los empresarios, pero lo que está realmente en juego es el bienestar del país. La autoridad, por consiguiente, no puede abdicar de la obligación de hacer algo para contener a los empresarios de sus propias tendencias autodestructivas. Pero estos tendrán que poner algo de su parte, como someterse a una terapia express que les ayude a dominar la idealización y a elevar su tolerancia a la pérdida del control.