El viticultor Renán Cancino está produciendo sus primeros vinos en el pequeño pueblo de Sauzal, en el Maule profundo. Se trata de producciones de nivel artesanal que, sin embargo, ya han destacado por su honestidad y carácter. Su proyecto se llama El Viejo Almacén de Sauzal.
Cancino tiene su bodega en el mismo pueblo, un almacén abandonado, propiedad de su familia, frente a su casa. Allí fermenta en viejos fudres la uva que le dan algunos viñedos de país y cariñena que él tiene en las afueras del pueblo o que arrienda a algunos de sus amigos. Trata de mantener las tradiciones. No hace nada que no se haya hecho antes.
Por lo mismo, para él fue muy importante que su padre probara su trabajo. Le pidió a él y a algunos de los veteranos del pueblo que le dieran una opinión, porque lo que quería era hacer algo que tuviera los sabores tradicionales de la zona, un vino que se pareciera lo más posible a lo que su padre bebió en sus tiempos. Y ellos le dieron el visto bueno.
Mientras tanto, Manuel Moraga, más al sur, en la localidad de Yumbel, intenta rescatar la vieja tradición de los vinos de país de la zona con su viña Cacique Maravilla. Sus objetivos parecen ser los mismos que los de Cancino. Hacer pipeños honestos y bien elaborados; los mismos vinos que siempre se bebieron allí. Para lograrlo, cuenta con los medios suficientes, aunque a ojos de un enólogo moderno, parecen bastante precarios: el terremoto de 2010 le echó abajo su bodega. Hoy ha construido un pequeño galpón para embotellar sus vinos que fermenta, a un costado, en fudres. No hay tecnología allí.
Esta forma de ver el vino -y sobre todo los resultados que entrega- ofrecen un contraste radical con lo que sucede más al norte del Maule. Por muchos años, podríamos decir desde que el vino chileno comenzó su carrera por conquistar mercados en el mundo, pareció haber siempre una sola voz, la de las grandes empresas enológicas que invadieron el mundo del vino con productos buenos y baratos; también con vinos de mayor ambición, pero siempre con la idea de satisfacer un gusto. Por lo tanto, se recurrió a una fórmula probada en otros países de la competencia. Cepas similares, técnicas de vinificación muy parecidas y, sobre todo, un estilo de vinos que, más que carácter local, lo que pretendía era agradar con un estilo internacional.
Por cierto que eso no tiene nada de malo, siempre y cuando no se trate de un monopolio, como sí lo fue hasta antes de la llegada al mercado de estos pequeños y nuevos actores. Hoy esta gente que persigue tradiciones poco a poco se ha hecho un lugar en la escena chilena. Y creo que han llegado para quedarse.
En medio de esta suerte de bipolaridad, sin embargo, han sucedido cosas importantes. Y, para no dar la lata, solo cito dos. La primera es el encuentro de estos mundos, al menos en términos enológicos. La prueba son los nuevos vinos hechos de manera similar a como los hacen los pequeños, pero esta vez producidos por las viñas grandes. El País Cinsault, lanzado recientemente por Concha y Toro bajo su marca Marqués de Casa Concha es, sin dudas, el más impactante.
Y, la segunda, es el reconocimiento que estos pequeños productores están teniendo fuera. El mejor ejemplo, en este caso, es Louis Antoine Luyt. Hace algunas semanas, el mismo Luyt estuvo presentando sus pipeños hechos en Itata y en Maule a algunos de los más influyentes críticos y sommeliers de Nueva York. Y todo gracias a que es parte del portafolio de Louis/Dressner, el más admirado de los importadores en Estados Unidos, al menos en circuitos alternativos que cada vez son menos off. Nunca antes un vino chileno había llegado a ese tipo de plazas.
Y claro que uno, como consumidor, tiene la completa libertad de optar por cualquiera de estas dos miradas. Sin embargo, enfocado desde arriba, el hecho de que ambas visiones puedan convivir será de las cosas más importantes que puedan pasar en la historia del vino chileno. Ojalá que así sea.