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Editorial
Lunes 24 de noviembre de 2014
Identidad de las escuelas de educación
Los programas exitosos de formación de profesores no solo son capaces de seleccionar a sus estudiantes de entre los mejores de cada generación, sino que también logran una mística que permanece en el tiempo y que sus estudiantes adquieren durante el proceso de formación.
La formación inicial docente es una de las dimensiones clave en una estrategia de largo plazo para elevar la calidad y equidad de nuestro sistema educacional. La evidencia disponible -por ejemplo, la obtenida por medio de la prueba INICIA- sugiere que, en general, el aporte de los distintos programas universitarios al desarrollo de las competencias y habilidades de los futuros profesores es escaso. Esta realidad se explica, en parte, por la proliferación de programas ocurrida entre 2000 y 2010. En efecto, estos prácticamente se triplicaron para alcanzar una cifra del orden de mil. Es difícil imaginar que un crecimiento tan acelerado pueda ayudar a elevar los estándares en la formación de profesores. Por cierto, hubo en este desarrollo algunas iniciativas loables. Ahora bien, los programas más antiguos en muchas de nuestras universidades más selectivas no necesariamente tienen niveles esperables.
Por tanto, es relativamente generalizada la necesidad de que las universidades revisen detenidamente sus programas de formación inicial. Durante la pasada administración se asignaron recursos para fortalecer programas de formación de profesores, involucrándose a los rectores de las casas de estudio beneficiadas en estas iniciativas. Las autoridades de la época parecían tener la convicción de que, en general, hay poca preocupación de las instituciones de educación superior por el destino de sus escuelas de educación, a diferencia de lo que sucede con otras disciplinas.
Es evidente que algo de ello ocurre. La inmensa mayoría de las escuelas de educación no tienen una identidad clara. Incluso en aquellas universidades donde las pedagogías ocupan un lugar central tienen dificultades para transmitir a la comunidad la misión y visión que las anima. Así, es difícil identificar un sello propio que se traspasa a sus egresados. La experiencia comparada sugiere que los programas exitosos de formación de profesores no solo son capaces de seleccionar a sus estudiantes de entre los mejores de cada generación, sino que también logran una mística que permanece en el tiempo y que sus estudiantes adquieren durante el proceso de formación.
Esta mirada cobra relevancia ahora que la Universidad de Chile ha decidido volver a impartir carreras en el área de la pedagogía. La rectoría pasada hizo un esfuerzo enorme para llevar adelante esta iniciativa sobre la base de un plan bien pensado que fue fruto de una reflexión profunda al interior de la universidad. Pero a pesar de ello no es evidente que esté suficientemente arraigado en la universidad y que esta sea capaz de imprimirle un sello propio. Por cierto, tampoco se ha desarrollado en coordinación con la Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación, que nació de la Universidad de Chile y que ha suscitado alguna controversia. Ello quizás es el reflejo de que las casas de estudio superiores no han aquilatado aún suficientemente la enorme importancia que tiene una buena formación docente para el desarrollo del país.