Señor Director:

A propósito de la columna del senador Guido Girardi, sobre el reglamento que reformulará el etiquetado de alimentos y restringirá la publicidad de bebidas y comestibles, cabe recordar que en materia de campañas públicas muchas veces los nobles objetivos propuestos se apartan sustancialmente de los mecanismos que se escogen para cumplirlos, especialmente cuando se pretenden cambiar conductas y hábitos.

Un ejemplo claro es el de las famosas campañas antitabaco, que obligan a la industria tabacalera a etiquetar las cajetillas de cigarros con fotografías de fumadores enfermos y duras advertencias para reducir su consumo. Sin embargo, un conocido experimento de neuromárketing llevado a cabo con más de dos mil personas demostró que esas campañas antitabaco podían conseguir precisamente lo contrario: incitar a las personas a fumar más, volviendo atractivo su consumo.

Lo mismo pasó con una polémica campaña antianorexia que se basó en gigantescas y chocantes fotografías que mostraban a una delgadísima enferma en estado terminal. Lejos de asustar a otras anoréxicas, la campaña logró lo contrario: animar a muchas de ellas a seguir evitando los alimentos para verse tan delgadas como la chica de las fotos.

Los seres humanos somos bastante más complejos que lo que piensan algunos políticos y hace ya bastantes años que los investigadores han demostrado que la publicidad y la propaganda no son agujas hipodérmicas que inyectan instrucciones en las mentes de las personas para ordenarles cómo deben comportarse. En ese sentido, no parece para nada claro que restringir severamente o eliminar toda la publicidad de productos azucarados o grasosos vaya a producir el efecto buscado.

Para reducir la obesidad infantil y tener niños sanos -un objetivo compartido por todos- se deben cambiar conductas y hábitos familiares arraigados. La publicidad puede tener algo de culpa al respecto, pero achacarle toda la responsabilidad es lo más fácil, y lo menos apropiado.

Ricardo Leiva
Profesor de la Universidad de los Andes