La derrota de la selección nacional ante Uruguay reactivó un tema añejo de la Roja: sus problemas en la defensa.
Ver a los jugadores chilenos correr de frente al arco ante los contados arrestos ofensivos de la Celeste dejó en evidencia que el equipo de Sampaoli sufre cada vez que pierde la pelota en la zona rival y le salen en velocidad: no existe un ordenamiento que anule -o al menos reduzca- las posibilidades de gol de quien lo ataca.
La gran muestra, el paradigma de esta dificultad casi endémica, la tuvo Chile en su enfrentamiento ante Holanda en el Mundial de Brasil. El equipo de Van Gaal, absolutamente consciente de esta debilidad chilena, planteó el partido justamente cediendo terreno a la Roja, a sabiendas de que en una falla encontraría a su rival totalmente carente de un circuito sólido de reordenamiento.
Lamentablemente para las pretensiones de superación de esta falla, Sampaoli optó, después de ese encuentro, por desacreditar el estilo futbolístico de los holandeses, en lugar de reconocer la victoria de su colega en la lucha táctica.
Pero el problema va más allá. La discusión constantemente se ha reducido a un solo tópico y que tiene que ver con la focalización del conflicto en una zona específica -la última línea defensiva- y no donde radica el principal problema de la Roja: en el sistema defensivo en su conjunto.
Si bien es lógico poner el acento en que la última línea requiere ajustes -con especialistas que dominen todas las facetas del juego- también es igualmente importante recalcar que no se puede entregar toda la responsabilidad de desactivar acciones ofensivas del oponente a quienes cubren los últimos metros de la cancha. Los delanteros, y muy especialmente los volantes, también tienen una gran responsabilidad.
Tomando en cuenta eso, se pueden encontrar más argumentos para analizar el conflicto que hoy vive la Roja.
Es cierto que comúnmente los entrenadores que, como Sampaoli, apuestan a mantener una presión constante en el campo contrario como modo de aumentar la presencia ofensiva asumen también los riesgos que ello conlleva. Pero eso no implica que estos deban pasarse por alto. Deben arreglarse de alguna manera para que, precisamente como pasó ante Uruguay, no quede la impresión de que se pudo ganar, pero que se terminó perdiendo.
Claudio Borghi, en el inicio de sus campañas como DT de Colo Colo, vivió el drama. En sus primeros encuentros -incluida la eliminación temprana en la Copa Libertadores- insistía en que no requería más que un volante central -Arturo Sanhueza- para equilibrar el equipo. A poco andar se dio cuenta de que no era así y la llegada de Rodrigo Meléndez solucionó el conflicto sin renunciar a la idea permanente de ataque.
Marcelo Bielsa, en la selección, también dio muestras de que hay modos y maneras de mantener cierto equilibrio. Para él, la presencia de un volante central de corte netamente defensivo -Carlos Carmona- podía mantener el encuadre ofensivo del equipo. Aquel volante corría y debía cubrir espacios inmensos. Pero era el costo asociado al riesgo.
En el equipo chileno actual no hay aún visos de solución en este aspecto. La tríada de volantes que ocupa Sampaoli -Aránguiz, Díaz y Vidal- tiene capacidades de recuperación de pelota y de asistencia ofensiva, pero muy poco de reactivación y enganche con la última línea defensiva.
Chile, en realidad, tiene al jugador que podría ser esencial en ese sector: Gary Medel, pero a él se lo emplea como zaguero porque no hay línea defensiva confiable.
Volvemos a empezar...