La desconfianza hacia a las instituciones, y no me digan que hoy la selección nacional no tiene esa categoría, suele tener como origen el comportamiento anómalo de sus miembros. Si independiente de su calidad deportiva, uno o varios de sus integrantes no otorgan garantías de credibilidad ni exhiben estatura moral para transferirles la representatividad de un país, la disociación con la imagen que pretenden proyectar al vestir "la Roja" puede resultar fatal.
La trama de los premios impagos en la selección es vergonzosa. En cualquier organización donde el concepto "trabajo en equipo" personifica el éxito, es éticamente reprochable que la distribución de las ganancias no sea equitativa o proporcional al esfuerzo desplegado. Es también cuestionable moralmente cuando se trata de una contienda entre un grupo de individuos adinerados y otros a los que no les sobra mucho o quizás hasta les falte. Y lastimosa, claro que sí, al constatar que los que encarnan simbólicamente valores cada vez más escasos en este mundillo se amurren cuando sus maniobras sean desenmascaradas, y las nieguen, omitan y terminen culpando al mensajero en lugar de asumir el descrédito con vergüenza y a tiempo, no obligado por las circunstancias.
En un escenario social en el que los individuos tienen derechos y deberes y los errores profesionales se pagan y las faltas se punen, el desvío de "fondos comunes" por parte de integrantes de una entidad tendría una drástica sanción privada, y a lo menos una afrenta pública a su imagen. Inquietantemente, pese al bochorno, parece imposible que el episodio de los premios marque un antes y un después en el relato de la selección de Sampaoli.
Guste o no, la selección nacional se mueve por un territorio donde la valoración de sus componentes se mide casi excluyentemente por lo que rindan en el plano deportivo, por lo que hagan dentro de la cancha. Cualquier declaración o conducta inapropiada, mientras carezca de consecuencia futbolística, es leída por sus seguidores, hinchas o simpatizantes como una mera anécdota, un sucedáneo. La capacidad de perdón de la masa futbolera tratándose de la Roja parece no tener límites, incluso cuando el ídolo sea responsable del descalabro. Roberto Rojas es el ejemplo histórico; Jorge Valdivia es una muestra contemporánea.
Por mucho que los jugadores líderes de esta generación de seleccionados se hayan dado cuenta de que a la masa crítica de hinchas se le mantiene fiel y satisfecha simplemente con resultados, están jugando con fuego al creer que el estado de gracia, la comunión, será permanente. Capítulos tan graves como la espuria repartición de los premios no hacen más que generar sospechas de que hoy las motivaciones por ser parte de la selección escaparon al honor y el prestigio.