"La flauta mágica" (Mozart, 1791) ha sido escenificada desde una multiplicidad de ópticas, que se mueven entre dos conceptualizaciones que parecen estar en las antípodas: una que apela a la fábula, y que se basa en los componentes mágicos de la historia, y otra que descubre en la partitura, y en el libreto, una suerte de pieza política, expresiva de un mundo que va al despeñadero.
En este caso, la oferta es a disfrutar un espectáculo a través de todos los medios disponibles sin desatender que este título debe conquistar por igual a grandes y chicos.
Es notable lo que logra Miryam Singer con su dirección de escena, en un trabajo mayor que incluye también el comando audiovisual y los diseños de vestuario y escenografía. Su propuesta -con el sustento de la iluminación de Ramón López- es una cadena casi infinita y variopinta de imágenes de fantasía en cuya producción se ve involucrado todo el aparato del teatro, con logros mayores para la batalla entre el dragón y el príncipe Tamino; la magnífica aparición de la Reina de la Noche sobre una luna resplandeciente tras la cual se observa el desplazamiento de los astros; la mongolfiera animada, que luego se vuelve corpórea para el movimiento de los genios; las proyecciones de los animales encantados por el sonido de la flauta (se podría hacer merchandising con las figuritas), y las ulteriores pruebas de fuego y agua a las que deben someterse los protagonistas. Una tras otra, las situaciones, como en una feria de variedades, proponen cuadros de atractivos colores en desprejuiciadas combinaciones e imágenes ingenuas, que ayudan a seguir el argumento con interés. Este montaje, cuya vocación es llegar a un público amplio y no solo a una élite culta, le habría gustado mucho al libretista Emanuel Schikaneder, a quien le gustaba sorprender.
Además, Miryam Singer habla a las generaciones actuales. Lo hace desde la figura de Tamino, el único vestido de traje, como en nuestros días. Su travesía lo llevará a enfrentar fuerzas contrapuestas y equivocadas -las de la razón inconmovible y la emoción furibunda-, y tendrá por meta adquirir un conocimiento superior. Y como en todas las épocas hombres y mujeres se han empeñado en comprender lo que significa ser un ser humano, el coro final nos muestra a personajes de todos los tiempos unidos en un canto de alabanza por la conquista del equilibrio y el auspicioso reinado del amor.
Konstantin Chudovsky condujo a la Orquesta Filarmónica, y su dirección resultó adecuada, aunque sin un espíritu especial. Una lectura suficiente, clara, precisa, sin ripios, pero sin mayor inspiración, con algunos momentos más destacados, como el quinteto de Tamino y Papageno con las tres damas, y el cuarteto de las pruebas del fuego y el agua. El Coro del Teatro Municipal (dirección de Jorge Klastornick) demostró su saber hacer y su conocimiento de la obra, y se integró con aplomo al cambiante paisaje escénico.
Muy aplaudida, la soprano Anett Fritsch fue una hermosa Pamina de canto noble y bien llevado; seguro en lo vocal y lo teatral, el tenor Joel Prieto supo comunicar la energía juvenil y las dudas de Tamino; el barítono Adam Cioffari cautivó con su Papageno natural e ingenuo, sin exageraciones, lo mismo que la soprano Andrea Betancur, quien hizo de su coqueta Papagena una delicia. El bajo In-Sung Sim encarnó un Sarastro solemne, con ceño más bien fruncido y rostro algo ofuscado; su voz lo acompañó siempre en los descensos abismales que tiene su rol. No se puede fallar en la elección de la Reina de la Noche, porque sus arias son muy esperadas; en este caso, no hubo suerte: la soprano Jennifer O'Loughlin tuvo problemas de fiato y de afinación, y su coloratura dista de ser exacta. Correctas e intensas las tres damas de Daniela Ezquerra, Nancy Gómez y Gloria Rojas, y perfectos los genios (en patines) de Carolina Grammelstorff, Valeria Severino y Constanza Olguín, lo mismo que los hombres armados de Pedro Espinoza y Cristián Lorca. Gonzalo Araya repitió su convincente y divertido Monóstatos, mientras que Rodrigo Navarrete (orador y primer sacerdote) y Luis Rivas (segundo sacerdote) dieron relevancia e interés a sus papeles.