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Día a día
Viernes 31 de octubre de 2014
Prudencia verbal
Las palabras, cuando son imprudentes y erradas, o cuando caen en defectos aun peores, atrapan al que las emite de la misma manera que una soga que aprisiona el cuello de aquel que está siendo ahorcado.
Las palabras, cuando son imprudentes y erradas, o cuando caen en defectos aun peores, atrapan al que las emite de la misma manera que una soga que aprisiona el cuello de aquel que está siendo ahorcado. En consecuencia, para no ser envuelto por las cuerdas de la maledicencia, o de la injuria, o de la falsedad, entre otras malas prácticas lingüísticas, hay que ser muy cuidadoso, extremadamente moderado con lo que se dice, puesto que hablar de más es pensar de menos.
De ahí, entonces, que la prudencia verbal sea a la vez una prudencia proverbial. Callar cuando no se sabe supone mayor sensatez que hablar sin ton ni son sobre lo primero que venga a la cabeza. La prudencia, incluso en lo que se dice, es una virtud mayor, y no únicamente por ser la primera de las llamadas "virtudes cardinales", sino además porque supone un control sobre sí mismo, ese espléndido autodominio que evita tantos desatinos lingüísticos.
Ser cauteloso con lo que se habla refleja amor a sí mismo y, por sobre todo, amor al prójimo. A diferencia de quien vive salpicando su mal decir, el individuo acostumbrado a expresar lo justo y necesario no suele echar pie atrás en lo que ha dicho, ni tampoco suele ofender tan liviana y gratuitamente a otros.