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Editorial
Miércoles 29 de octubre de 2014
Costos del Convenio 169 de la OIT
¿Es creíble que una comunidad indígena originaria exista en Lo Prado? ¿Buscaban quizá los recurrentes obtener a la postre un provecho a título de indemnización?...
Cuando en octubre de 2008 el Gobierno promulgó el Convenio Nº 169 sobre Pueblos Indígenas y Tribales, que, por tanto, desde septiembre de 2009 forma parte de la legislación nacional, desestimó -pese a incontables advertencias de múltiples orígenes- la realidad del país, y no solo el bien común del mismo, sino también los intereses de los grupos supuestamente beneficiarios de dicho texto.
La realidad chilena es que la virtual totalidad de su población tiene ancestros originarios, entremezclados inextricablemente con otros de variadas procedencias, y no solo hispánicas o europeas. Pretender distinguir o discriminar entre ciudadanos según su origen racial -como lo hacen el convenio citado y quienes lo invocan como eslogan- evoca ciertas concepciones en boga en los siglos XIX y XX que, examinadas a la luz contemporánea, deberían resultar inconcebibles. En los hechos, incluso quienes hoy invocan una pertenencia a pueblos originarios son descendientes de incontables cruces de diversos grupos a lo largo de siglos. Cualquier examen de ADN lo comprobaría así.
Igualmente real es que la nueva política indígena impulsada desde 1990 en adelante no ha tenido los efectos que de ella se esperaban -algo que se predijo por múltiples voces y que fue desoído por las autoridades-: el retraso socioeconómico no se ha superado, la extrema pobreza subsiste en muchas zonas, la violencia de grupos extremistas es creciente y el Estado de Derecho es puesto en jaque.
De hecho, dicho convenio produce efectos nocivos para el bienestar de todos los chilenos. Así, por ejemplo, comunidades indígenas de la comuna de Lo Prado presentaron recientemente un recurso de protección contra la decisión de la Comisión de Evaluación Ambiental de la Región Metropolitana que autorizó el proyecto de subestación eléctrica Neptuno, de la empresa Transelec. Argumentaban los recurrentes que no se cumplieron los estándares de la consulta indígena, como lo establece el instrumento de la OIT. Esto fue desestimado en fallo unánime por la 7ª Sala de la Corte de Apelaciones de Santiago, que rechazó la acción cautelar presentada porque tal consulta sí se realizó, entre el 12 de noviembre de 2012 y el 1 de febrero de 2013. El tribunal descartó que mediara un actuar arbitrario o ilegal de la autoridad calificadora.
Para bien del país, la Corte resolvió como debía hacerlo en derecho. El proyecto en cuestión significa una inversión en torno a 21 millones de dólares, y consiste en la construcción y operación de una subestación eléctrica y una línea de arranque hacia dicha subestación, que seccionará el circuito oriente de la actual línea de transmisión eléctrica Alto Jahuel-Cerro Navia. Evidentemente, un aporte valioso para el país, que enfrenta un cuadro preocupante en energía, empleo e inversión.
Sorprende que tal recurso fuera interpuesto con desconocimiento de un hecho esencial, que hacía jurídicamente predecible su rechazo, y se abren interrogantes. ¿Simple defectuosa preparación jurídica del recurrente respecto de un factor determinante? ¿O se presumió que el tribunal no se atrevería a contradecir intereses que aducían una causa supuestamente indigenista? ¿Es creíble que una comunidad indígena originaria exista en Lo Prado? ¿Buscaban quizá los recurrentes obtener a la postre un provecho a título de indemnización? Con miras a esto, ¿se incuba acaso una "industria" de recursos de protección u otros, sobre la base del Convenio 169, en la que podría actuar cualquier grupo de chilenos que aduzcan ancestros originarios?