Señor Director:
Me alegra
el interés de Agustín Squella y de tantos lectores en las discusiones que se desarrollan en este espacio. Cuando tanta bulla nos aturde, sentarse un rato a pensar sobre materias que conciernen a la existencia humana es una señal de salud de la sociedad.
Dicho ello, no cabe aquí hacerse cargo de la cantidad de tópicos que se entrecruzan. Menos cuando consignas, traslapes y otros recursos de la "praxis" publicística desvían la discusión del carril del "logos", ámbito en el que estos temas deben ser profundizados. Así, solo en dos puntos importantes:
1. Para poder endosar la acusación de "machismo" al discurso bíblico de la creación, mi contradictor traslapa el relato del capítulo 3° del Génesis, que habla de la tentación del paraíso, por el del capítulo 2° del mismo libro, donde se nos dice que Dios vio que no era bueno que el hombre, Adán, estuviera solo (2, 18) y la hizo a ella, su mujer, Eva ("aquella que da vida"), hueso de mis huesos y carne de mi carne (2, 23), prefigurando el magnum misteryum de que proclama San Pablo: el matrimonio entre un hombre y una mujer, imagen de la unión indisoluble del Logos hecho carne, Cristo, y su Cuerpo Místico, la Iglesia. Realidades evidentemente mayores, que han inspirado la filosofía, el arte y la conducta de civilizaciones por siglos y siglos, y que son irreductibles a la dialéctica mediática en uso.
Asimismo, confundir los señalados capítulos para introducir la consigna del "machismo", es un error que no se le perdonaría a ningún alumno de historia de las religiones, sea creyente o no. Pues cualquiera sabe que en el relato de la tentación del paraíso, la iniciativa la tiene Eva, que se deja tentar y tienta a Adán, en concordancia con lo cual Yahavé anuncia al maligno que será la misma mujer -la segunda Eva, aquella que en un sentido infinitamente mayor "da la vida", la Virgen María- la que aplastará su cabeza: Ipsa conteret caput tuum (3, 15). Es lo que muchos millones de personas, también por siglos y siglos, esperan e imploran a la Nueva Eva.
2. Desde el siglo XIX Nietzsche y sus discípulos acusan sostenidamente al judeocristianismo de haber envenenado el eros, la felicidad a la que el hombre aspira. Impugnación demasiado repetida para detenerse en ella. Vale la pena leer la primera parte de " Deus caritas est " (Benedicto XVI), donde se explica como el ágape cristiano purifica al eros, y hace del simple placer algo muy superior, la felicidad. Como cuando un padre enseña a su hijo a caminar y ambos sufren y más gozan con la gradual superación de los dolorosos porrazos. Así también Yahaveh Elohim con el hombre, cuya dignidad inigualable estriba en ser la única creatura capaz de relacionarse con su Creador, y cuyo insondable misterio se esclarece en profundidad a la luz del Logos que irrumpe en la historia ( Gaudium et spes , 22).
Jaime Antúnez Aldunate