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Editorial
Martes 28 de octubre de 2014
La seguridad perdida
El Gobierno, que dedica enormes energías a sus reformas programáticas, sin duda debería abordar sin más dilaciones una gran reforma estructural, la de la seguridad pública...
Ayer, en menos de 12 horas, se registraron en la capital sendos asaltos a dos camiones de transportes de valores, de dos diferentes compañías. En el primero, en San Bernardo, el botín fue de 530 millones de pesos; en el segundo, que se inició en Morandé 83, frente a La Moneda, y culminó en Conchalí, el monto sustraído ascendió a 2.500 millones del BancoEstado. En ambos casos se intimidó y secuestró a los conductores (uno fue golpeado; al otro se le mostraron fotos de su familia para forzarlo a abrir la puerta del vehículo) con sus respectivos camiones, y se empleó oxicorte para descerrajar las bóvedas. Tales magnitudes equivaldrían en total a la mitad del "robo del milenio", ocurrido el 12 de agosto pasado en la losa del aeropuerto de Pudahuel -6.000 millones de pesos-, y el botín reunido en delitos similares en lo que va de este año superaría los 10.000 millones. Evidentemente, se trata de bandas muy bien organizadas, armadas y con varios integrantes. En San Bernardo habrían actuado siete hechores, en tres vehículos, lanzando miguelitos y levantando barricadas para evitar ser detenidos. En Morandé, al parecer actuó inicialmente un primer delincuente vestido como un guardia de valores, y tres cómplices se le habrían añadido en Conchalí, donde, para emplear con comodidad y tranquilidad el oxicorte, se obligó al vigilante a llevar el vehículo hasta un taller de reparación de maquinaria de construcción, cuyos trabajadores habían sido previamente amarrados.
El jefe de Seguridad Privada de Carabineros afirmó que en ambos casos, "nuevamente, se incurrió en falta a los protocolos" por el personal de las empresas de transporte de valores. Pero, incluso si fue así -y gruesamente, según ciertas versiones-, eso no desvirtúa el que, a juzgar por sus resultados, las instituciones de seguridad no parecen estar imponiéndose en la guerra contra la delincuencia.
Es natural que los personeros oficiales, en sus distintas reparticiones, busquen descargar responsabilidades en las compañías privadas. Pero es inevitable preguntarse también por las condiciones que, por ejemplo, llevan a que en el caso del asalto de agosto en el aeropuerto -el más grande que registre la historia del país- hayan transcurrido ya más de dos meses sin que nada concreto hayan conseguido las policías ni las fiscalías para identificar a los delincuentes y recuperar parte del botín. Las instancias estatales de prevención del delito no logran evitar lo que está ocurriendo, y tampoco están operando como se espera las que se presume deben perseguir y lograr su ulterior sanción judicial.
Cabe ahora anticipar que, como se observó tras el robo en el aeropuerto y en incontables casos similares previos, se entrecrucen acusaciones mutuas entre los distintos organismos. La población las escucha ya con cierto escepticismo, mientras su percepción de inseguridad aumenta. Pues si camiones blindados y bancos -incluido el del Estado- no logran prevalecer contra los asaltantes, ¿qué puede esperar para sí el simple particular? Lo resumía, apenas el pasado sábado, una sencilla vecina de Ñuñoa, cuyo domicilio fue atacado por tres encapuchados, que amarraron y encerraron a la familia, golpearon al padre y robaron un millón de pesos. La víctima declaró luego: "Es tremendo, denigrante vivir enrejado, enjaulado en tu propia casa, pero no te queda otra".
Las instituciones y los órganos del Estado no deben minimizar la magnitud del desafío que enfrentan en proveer seguridad pública, que es una de sus responsabilidades esenciales. El Gobierno, que dedica enormes energías a sus reformas programáticas, sin duda debería abordar sin más dilaciones una gran reforma estructural, la de la seguridad pública, que sí concitaría respaldo unánime de virtualmente todos los sectores, sin más excepción que la de ciertos grupos extremos, que eventualmente se benefician con estos botines gigantescos, cuyo empleo no es fácil justificar con respaldo legal. ¿A qué se destinan ellos, realmente?