Se desplomó de sopetón, sin mayores chirridos que anunciaran grietas. Solo a partir de agosto de ese año bisagra de 1989 podía intuirse que algo sucedía. Meses antes, Honecker había asegurado que el Muro estaría en pie por 100 años más. Si lo afirmó, uno lo tiene claro ahora, es porque algo crujía y al dictador alemán lo desasosegaban oscuros presentimientos. Hace 25 años la dictadura perfecta -las ha habido de muchos tipos- se desvaneció en cosa de semanas.
Con todo, no fue la obra simple de un levantamiento pacífico del pueblo de Alemania comunista, aunque también lo fue; los dirigentes que depusieron a Honecker ya no tenían el estómago ni exhibían la falta de escrúpulos como para responder con una violencia tipo Tiananmen. El Muro era más que un botón de muestra -a pesar de su espeluznante representatividad como imagen- de lo que Churchill acertadamente bautizó como Cortina de Hierro. Era el hecho simple de que el experimento marxista en el siglo XX -como algo distinto aunque a veces confundido con el socialismo o la izquierda- no podía sobrevivir sin someter a los respectivos países a un hermético amurallamiento.
El Muro cayó por la Perestroika, las reformas desencadenadas por Gorbachov, que inhibían una intervención soviética; y un régimen como el de Berlín Este, que debía su existencia a la imposición de Moscú en la posguerra, no podía sobrevivir sin su apoyo. Los soviéticos dejaron de creer en la legitimidad de su propio sistema, y sabemos desde Tocqueville que esta es la antesala de toda revolución; en este caso fue lo más pacífica que podía ser. El agotamiento en ideas del mundo marxista fue uno de los rasgos más paradojales de un proyecto construido en base a una idea, el marxismo; incluso este como pensamiento solo tuvo expresión real en las sociedades abiertas, en lo básico en Occidente hasta los años 1960. Y como ideología experimentó continuo deterioro.
No fue asunto solo de ideas abstractas; tampoco de cifras abstractas ("el mercado fue más eficiente"). El fin del Muro se produjo porque la civilización moderna logró conservar su dinamismo: mezcla de agitación de ideas, creatividad cultural y material, libertad de movimientos; tendencia a la síntesis o al menos de convivencia entre grupos y sentimientos, incluyendo aplacamiento de los extremos; y distinción de Estado y sociedad, entre otros. Por cierto se le añadieron los factores de "poder duro": seguridad y Producto Geográfico Bruto. Pero estos últimos resultaban de los anteriores y no al revés, como fue la apuesta soviética. Por cierto, la civilización post-Muro no está libre de las zozobras y veleidades de la historia. La alternativa que habían presentado los sistemas marxistas había surgido de esa misma matriz -occidental hasta la médula- y era al mismo tiempo una lápida a la sociedad abierta.
Todo esto tuvo una profunda repercusión en nuestro país. El régimen que construyó el Muro constituía un paradigma para comunistas y socialistas (en 1966, tras la visita a solicitar recursos, Allende dijo que el Muro no era tal, sino que defensa ante la "agresión económica"). El exilio de los chilenos en Berlín Este creó una alianza que se suponía indisoluble, aunque también desilusionó al menos a la mitad. Esa evaporación de los ideales fue uno de los ejes sobre los que fue posible reconstruir la democracia actual. La Presidenta es un eximio ejemplar de esa trayectoria; en su acción concreta -como en lo internacional en su primera presidencia- en el Chile del siglo XXI no cabe duda de que ha abrazado a la sociedad abierta como espacio de preferencia. Solo que jamás se ha distanciado o criticado al Muro. Las palabras gravitan; los silencios también.