Irecê es el municipio más pobre de Brasil y su nombre significa "tierra encima del agua". Está en el estado de Bahía, en el s ertão del noreste, y la mayoría de sus 66 mil habitantes subsiste gracias a los programas sociales que se han aplicado los últimos trece años. Ahí conocí hace un tiempo a Joselma y Benjamin, un matrimonio con dos hijos, Carlos Enrique y Ana Clara, que viven de la agricultura. Su campo está a seis kilómetros de la casa y es de apenas tres hectáreas, muy poco para una zona semiárida, donde la tierra es dura de trabajar y de baja productividad. Cultivan maíz y porotos, recolectan frutos de ombú y crían cabras y gallinas. Por eso, básicamente viven de la ayuda del Estado. A cambio de mandar a los hijos a la escuela reciben un puñado de reales que hace la diferencia entre la extrema pobreza y una pobreza digna, que se refleja en su pequeña casa, limpia y ordenada.
"Bolsa Familia" es el programa social más conocido y exitoso de Brasil, que beneficia a 50 millones de personas. Por eso, porque es apreciado por todos, durante la campaña electoral tanto Dilma Rousseff como Aécio Neves disputaban la paternidad para sus respectivos partidos. Un debate absurdo, ya que nadie puede quitarle el mérito del nombre y de su expansión a Lula, pero tampoco negar que Fernando Henrique Cardoso -quien ordenó la economía brasileña- fue el que en 2001 lanzó los planes "Bolsa Alimentación", "Bolsa Escuela" y "Auxilio Gas". Lula unificó y sistematizó los subsidios, creando "Bolsa Familia", y Dilma amplió la cobertura, haciendo una búsqueda activa de los hogares más pobres.
Tuve la oportunidad de acompañar a un asistente social que completaba el "catastro único" para las subvenciones en las cercanías de Irecê, visitando a los más vulnerables en sus casas. Cuando a Jacqueline de Souza Silva, embarazada de 19 años, le pregunté qué esperaba del programa, sin pudor y con una carcajada soltó: "Dinero". Hasta ese momento solo compraba víveres "cuando mi marido trabaja". Al nacer su guagua, y si ella cumplía con los controles de salud, recibiría una asignación que le cambiaría la vida.
La campaña de la segunda vuelta presidencial fue dura, agresiva. Tanto Dilma como Aécio sabían que se estaban jugando el cargo por muy pocos votos. Las expresiones descalificadoras y las acusaciones de corrupción entre los candidatos estuvieron a la orden del día, y en los debates trataban de marcar diferencias. En lo que sí coincidían, implícitamente, era en la necesidad de continuar con esos planes sociales rurales y urbanos, sin los cuales millones de brasileños, como Joselma, Benjamin, Jacqueline y sus hijos, no tendrían esperanzas de superar su actual vulnerabilidad. En especial en el noreste.
Para que las ayudas sociales sean factibles, Brasil necesita reactivar su economía, que durante el gobierno de Dilma ha crecido demasiado lento debido a los desaciertos de la política, un abierto intervencionismo y también por la desaceleración global. Porque no solo los pobres se beneficiarán de un repunte, sino también la clase media, que el año pasado salió a protestar por la mala calidad de los servicios públicos, la salud y la educación. En Brasil urge un cambio de rumbo que el resultado electoral de ayer tiene que promover.