La modificación de la toponimia del cerro Santa Lucía ha abierto un apasionante debate que expresa la espesa relación entre los lugares y sus nombres. He leído la molestia de quienes se sienten excluidos de la decisión, reclamando que el Paseo interesa también a los que residen lejos de Santiago. El tecnicismo "usuarios de la comuna" como filtro de la consulta, resultó una pobre miopía burocrática para un asunto que en realidad incumbe a "ciudadanos de la Patria"; la misma etimología de patrimonio (la misma voz que reclama, con todo derecho desde Santiago, por la edificación del mall de Castro).
Este argumento se contradice con otras voces que consideraron absurdo consultar por el cambio, y que parecen celebrar que la mayoría de estos bautizos sean imposiciones de los gobernantes. Así, no pasan de ser un reflejo de limitados Olimpos personales o peor aún, tecnocráticas estrategias de branding turístico; como si nuestro espacio público fuera un souvenir más. Por el contrario, creo que la participación de la ciudadanía abre debates más extensos y profundos, auténticas deliberaciones sobre la cultura.
Tampoco concuerdo con la relevancia que se le da a la veracidad histórica del nombre Huelén. De la misma forma en que cuando nos abrazamos a medianoche el Año Nuevo no estamos conmemorando una precisión astronómica, los nombres de los lugares tampoco son certezas científicas, sino acuerdos culturales. Pero sea Santa Lucía o Huelén, la difusión pública de las posturas historiográficas es, sin duda, otro beneficio del debate sobre el orónimo, que permite construir relatos de sentido para ambas alternativas.
El jesuita Michel de Certeau (1980) reflexionaba a propósito de la pragmática numeración de las calles de Manhattan: la anomia imposibilita las historias detrás de los nombres, las "presencias de ausencias". Ojalá tuviéramos más instancias para debatir cómo nombramos los lugares y poder dar así con onomásticas representativas de una cultura más rica y compleja que la sola veneración a nuestros "nóbeles" y santos.