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Editorial
Viernes 24 de octubre de 2014
Chilenos y el Muro de Berlín
La historia de la República Democrática Alemana y de su principal símbolo, el muro, está particularmente ligada a la historia reciente de Chile y de su actual coalición de gobierno...
El próximo 9 de noviembre se conmemoran 25 años desde la caída del Muro de Berlín y, junto con él, del régimen comunista construido después de la Segunda Guerra sobre suelo alemán bajo las instrucciones directas de Stalin. La historia de este experimento, la República Democrática Alemana (RDA), y de su principal símbolo, el muro, está particularmente ligada a la historia reciente de Chile. En primer lugar, muchos chilenos fueron acogidos por la RDA tras el golpe de 1973. Tal es el caso de Carlos Altamirano y de la Presidenta Bachelet -que inicia este fin de semana una visita oficial a Alemania-, y de muchos otros dirigentes de diversos partidos de la Unidad Popular y de miles de militantes. Entre estos últimos se encontraba uno que luego se convertiría en yerno de Erich Honecker, la máxima autoridad del régimen en los años 70 y 80, conocido como el principal encargado de la operación de construcción del muro en agosto de 1961.
La experiencia de los chilenos en el exilio alemán -salvo contados testimonios- es tan desconocida como para sospechar, como algunos sugieren, que ha sido deliberadamente silenciada. El mismo Honecker terminó sus días en nuestro país, al que llegó desde la cárcel berlinesa de Moabit por razones humanitarias, aquejado de un cáncer terminal. En Chile ya se encontraban su hija y su mujer, Margot. Para esta última, el refugio en Chile era más bien una prolongación de la cordial hospitalidad que el embajador en Moscú Clodomiro Almeyda y su esposa ya habían brindado a los Honecker en la casa de la embajada. Durante esta etapa, además, Almeyda protagonizó una verdadera odisea diplomática para impedir, sin éxito, que Erich Honecker fuera juzgado en Alemania.
Las particulares relaciones de la izquierda chilena con el régimen comunista de Alemania Oriental, entre las que parece encontrarse una particular y comprensible gratitud, han sido hasta ahora un obstáculo insalvable para que ese sector político reconozca la cruda realidad del régimen imperante en la RDA, cuyos principales fundamentos eran la propaganda y el miedo a la policía política. Sin elecciones libres, sin libertad de prensa y de trabajo, sin un mínimo de libertad económica, la autoridad se vio obligada a encerrar tras muros y rejas a su propio pueblo para poner fin a una fuga permanente, que llegó a costar al país miles de personas diarias. Tras la muy poco feliz Cumbre de Viena, en la cual un todavía inexperto J. F. Kennedy dio a entender a Jrushchov que los Estados Unidos temían una tercera guerra por sobre todas las cosas y que la Unión Soviética tal vez podría disponer a voluntad de su parte en la división de Berlín, Ulbricht y Honecker desplegaron uno de los operativos más chocantes y antidemocráticos de la historia reciente, la división física de una ciudad con régimen internacional y, luego, de un país occidental completo, a vista y paciencia de los demás países occidentales.
Del lado del socialismo quedó una población involuntaria que ya se había manifestado contra el régimen en más de 500 localidades en junio de 1953, cuando los cañones y soldados soviéticos mataron a centenares de manifestantes pacíficos y después encarcelaron durante años a otros miles. Luego, en los años 80, las masas volvieron a las calles bajo el lema "Nosotros somos el Pueblo" y poco tiempo después, ya en las postrimerías del experimento socialista, exigirían la reunificación: "Nosotros somos un Pueblo". El triunfo de este movimiento libertario y pacífico es lo que Alemania y el mundo celebran en los próximos días. ¿Será capaz de celebrarlo también Chile, especialmente algunas de las máximas autoridades del país y de la coalición gobernante?