Las instituciones parecen haberse desquiciado. Jueces que declaran culpable de abuso a un eclesiástico que fuera reposo moral de poderosas y respetadas familias. Un contralor que admite que todo lo que parece verdad es mentira. Reputados empresarios avícolas condenados por colusión. Una fiscalía que investiga por eventuales fraudes tributarios a un exitoso grupo económico y que, de paso, requisa documentos y computadores siguiendo la pista de fórmulas irregulares de financiamiento de campañas políticas. No queda títere con cabeza.
Los chilenos deben mirar lo que está pasando con una mezcla de estupor, perplejidad y alivio. Estupor porque jamás creyeron que sus ojos verían semejante espectáculo. Perplejidad porque a estas alturas no saben en quién confiar. Y alivio porque sus propias miserias se hacen más llevaderas cuando ven que los que parecían moralmente superiores no son inmunes a las mismas tentaciones con las que ellos deben luchar.
¿Cómo se podría bautizar lo que está sucediendo? Pienso que el término podría ser "desoligarquización". Oligarquía es una forma de gobierno en la cual el poder es ejercido por un reducido grupo de personas que pertenecen a una misma clase social. Sea por el dinero, el conocimiento, el estatus o el control del aparato político -o todos juntos: tanto mejor-, esas personas terminan creyéndose omnipotentes e intocables. Sus prácticas les parecen naturales y altamente ventajosas para la colectividad -y de paso, cómo no, para ellas mismas-. Ellas solo están sujetas al escrutinio y juicio de sus pares, no así de las instituciones. Estas ejercen su autoridad sobre la gente en general, pero la oligarquía está por encima de ellas. Pues bien, todo esto es lo que hoy se desmorona.
El movimiento antioligárquico, curiosamente, no es encabezado por agentes antisistema, sino por quienes están a la cabeza de las entidades a cargo de su preservación. El semblante de estos jueces, fiscales, superintendentes y funcionarios públicos revela que no tienen ni las rentas ni los privilegios de aquellos que están siendo investigados o condenados, ni de quienes los defienden. Pero su gestualidad indica con claridad lo que sienten y quieren hacer sentir: que ante eso que llamamos La Ley, El Estado o La República, somos todos iguales.
La clase dirigente se siente acosada, y con razón. Instituciones que creyó concebidas para proteger sus derechos y guarecerla de la envidia y el fisgoneo de las muchedumbres resulta que ahora desconfían de sus conductas, sospechan de sus procedimientos e irrumpen en sus vidas privadas. Reacciona como muchas veces lo hizo en el pasado: acusando a los fiscalizadores de actitudes vejatorias, contratando ejércitos de abogados y asesores, invocando lealtad y gratitud, y advirtiendo que en este ambiente no dan ganas de invertir o destinar la vida a la política.
Sin embargo algo le dice que ese arsenal de respuestas no produce los resultados de antes. Gestos que entonces suscitaban simpatía o temor -cualquiera de las dos respuestas es válida cuando se está en una situación límite-, ahora producen irritación, o en el mejor de los casos, indiferencia. La opinión pública, en efecto, los mira como vestigios de un mundo que se hunde bajo el avance de instituciones impersonales, de la información instantánea y del culto a la transparencia.
Impotencia, rabia, desconcierto. Esto es lo que siente la clase dirigente, hostigada por leyes e instituciones que ella misma promovió, y con la sensación de ser forastera para el Chile que contribuyó a crear. Son percepciones, dirán algunos, pero esto no las hace menos dolorosas, peligrosas y atendibles.