Los medios de prensa más secularizados del Primer Mundo le han dedicado muchas páginas a un Sínodo de obispos en el Vaticano. El laicista “Le Monde” se conmueve ante los esfuerzos del Papa Francisco por cambiar la doctrina católica, ante la férrea oposición de oscuros prelados reaccionarios. “The New York Times” se felicita porque parece haber llegado el momento en que la Iglesia reconocerá el evangelio de Woodstock.
¿Qué asidero tienen estas afirmaciones?
El Papa convocó a una reunión de obispos de todo el mundo para hablar sobre la familia. Todos sabemos que ella pasa por momentos delicados, y los católicos no constituimos una excepción a los males de nuestro tiempo. Muchos han experimentado una ruptura en sus matrimonios. El día más feliz de sus vidas se transformó en una fuente de dolor. Un buen número de ellos se han unido nuevamente a otra persona, intentando seguir adelante. No son unos libertinos, sino personas que quieren seguir el ejemplo de Cristo, pero no saben cómo hacerlo en esta nueva situación.
¿No valía la pena que los obispos volvieran a conversar sobre el tema? ¿Cómo ayudar a esas y otras personas sin caer en la demagogia ni traicionar las exigencias (grandes, por cierto) que nos transmite el Evangelio? El Papa piensa que sí, que hay que conversar. El cardenal Kasper siguió su ejemplo y planteó una serie de preguntas sobre la posibilidad de admitir a los divorciados a la comunión eucarística. Algunos las interpretaron como una verdadera propuesta y ardió Troya.
El discurso con que el Papa dio inicio al Sínodo nos muestra que Francisco vuela a otra altura. Les pide a los obispos que hablen con valentía, que ninguno se sienta inhibido por lo que pueda pensar el Papa, pues eso sería cobardía. Se trata de hablar cara a Dios, no a la galería, sin timideces.
Los obispos se han tomado en serio el desafío y ha salido de todo. Esto es normal y es bueno. Todo tiene su lugar y su momento. No es una conversación de amigos en un pub, donde cada uno habla desde la ignorancia, sino un encuentro de personas preparadas que trata de ver cómo pueden cumplir con mayor fidelidad su misión en unas aguas que a veces son turbulentas.
Como todo intercambio de opiniones, lo que allí se dice tiene un carácter provisional, y esto también vale para los resúmenes de las discusiones, por más que “Le Monde”, “The New York Times” y tres cuartos de la prensa mundial quieran atribuirle el valor de un acto solemnísimo y definitivo. Olvidan lo que dijo el propio Papa cuando comenzó el Sínodo, al invitar a los participantes a hablar “con mucha tranquilidad y paz, porque el Sínodo se realiza siempre cum Petro et sub Petro (con Pedro y bajo Pedro), y la presencia del Papa es garantía para todos y custodia de la fe”.
Aquí no se trata de complacer a la prensa liberal ni tampoco a la conservadora. Se trata de resolver problemas difíciles y delicados de una manera que sea fiel al mensaje de Jesucristo. Ya veremos lo que sale de este importante órgano consultivo que es el Sínodo y lo que diga el documento que, a partir de él, prepare el Papa. Lo que me parece claro, sin embargo, es que el momento en que estamos no admite ni el terror a equivocarse ni la soltada de trenzas. Esto vale para la Iglesia universal y también para Chile.
Confieso que me impresionó ver la gran serenidad con que Mariano Puga habla de estos temas que afectan a la Iglesia en Chile y el mundo, y la tranquilidad con que enfrenta los cuestionamientos que ha sufrido. Más allá de la opinión que me merezca la forma en que tiempo atrás se expresó sobre el aborto (que se presta a malentendidos), y su discutible concepción de la misericordia, pienso que ni sus críticos, ni Twitter, ni las velatones en su defensa lo han entendido. Mariano no pretende impactar a nadie ni se aferra a su opinión como si fuera una palabra última y definitiva: es simplemente un hijo de la Iglesia que habla de lo que tiene en el corazón.
Él ya mira la vida con una cierta distancia, que no es falta de cariño. Tiene buen humor, que es el mejor antídoto contra la herejía. Mariano está en otra, quizá porque sus años le han enseñado cosas que nosotros todavía no sabemos. Sus propuestas quizá sean controvertibles, pero nada tienen que ver con los ensueños sinodales del “New York Times” y “Le Monde”.