Mediante la vaguedad conceptual y los medios gráficos, Nicolás Franco consigue potenciar el poderoso efecto sugerente de su actual instalación en el Museo de Arte Contemporáneo. La componen, en los muros, ampliadas, borrosas fotografías: cinco monotipos digitales sobre papel, en blanco y negro. Provenientes del Museo Histórico, ofrecen la dualidad de dos tipos de paisajes: colinas y montes silenciosos, cuya amplitud monótona recuerda panoramas de otro planeta; además, detalles paisajistas, como grutas y roquedales con vegetación peculiar, que se recogen sobre sí mismos. El contraste y la total carencia de presencia humana parecieran constituir el adecuado escenario psicológico, apto para interpretar un, otrora, famoso hecho de sangre.
Por otro lado, la transfiguración profunda del suceso mismo se desarrolla sobre el piso de la sala de exposiciones. Con acierto se titula “Primeras letras”. Consiste en tres amplios soportes planos, donde la serigrafía reproduce una carta manuscrita. Ella se reitera fragmentada junto a objetos —alambre eléctrico, una pantalla vacía de TV, recortes de periódico, papeles que clausuran, recortes aserrados— y a racimos de uva a medio comer. Aunque al comienzo el ensamblado resulta enigmático, pronto uno se percata de las insinuaciones que encierra su presencia. Pero el epicentro expresivo de la instalación entera lo hallamos en aquel texto. Corresponde a la carta donde El chacal de Nahueltoro solicita a la autoridad de su época ver a su madre el día anterior a ser ajusticiado. Inimaginable: su prosa poética, aunque llena de faltas de ortografía y sobre una hoja de cuaderno de escuela primaria, refleja esos residuos de bien, de anhelos de redención que guarda todo ser humano. La unidad conceptual y formal de cada una de las partes de esta original obra, su hondura expresiva, se consiguen, así, plenamente.
El MAC nos ofrece en el mismo piso de la exhibición anterior un muy atrayente trabajo de Néstor Olhagaray. Con la particular distribución en cuatro pantallas, el artista dinamiza un video, cuyo relato posee algo de desarrollo musical. De esa manera, tras un adagio inicial, su bien perceptible crescendo culmina en una coda de imágenes bullentes, para concluir en un más calmado finale. Textos breves y claros se introducen con entera fluidez, lo mismo que retazos adecuados de antiguos filmes antológicos. Si el factor tiempo, elemento capital en todo video, se halla cuidadosamente administrado, la culminación de la obra registra una ampliación creciente de lo reconocible. De ese modo, las imágenes avanzan desde sintetizadas siluetas negras hasta, con color, el verista estallido de la manifestación estudiantil.
Ahora, en la sala subterránea del museo universitario, Jorge Gaete emprende un nutrido homenaje lineal, corpóreo, pictórico a una columna fundamental del siglo XX, Marcel Duchamp, cuya influencia se prolonga hasta hoy día. Parte Gaete de citas sobre todo a “El Gran Vidrio”, también a las incisiones y roturas —ambas, al mismo tiempo, conscientes y fortuitas— a los despliegues seriales del gran innovador francés. Respecto a las series, hace de una corona de ramaje espinoso el personaje bordado de un grupo de cuadros que incluyen hondas quemaduras, capaces de atravesar la madera o la tela, definiendo planos y coloraciones diferentes. Dentro de estos productos no puede negarse la atrayente protagonización de angelitos barrocos en contrapunto con serigrafías de moscos repugnantes, otros héroes genuinos de Duchamp. Tampoco aquí se deja de lado la alusión a “Étant donnés”, recordado a través de dos vidrios superpuestos a medias y con la célebre mirilla convertida en pequeño cuadro con marco. Si las ejecuciones anteriores constituyen obras murales, los ensamblados volumétricos se manifiestan mediante tres instalaciones. Las dos más logradas materializan variaciones sugerentes, formalmente no exentas de violencia, de “La mariée mise à nu…”. Una empresa de veras interesante.