Con apenas seis meses de gestión, el socialismo ha desplegado una ofensiva de tal magnitud y velocidad que hasta sus propios conductores están algo mareados.
Lo ha hecho desde el Ejecutivo y desde el Congreso, sumándose así a las iniciativas socialistas de variados municipios impulsadas desde finales del 2012.
Su marea inunda ya todas las dimensiones de la vida nacional: la enseñanza, la salud, la diversión, las relaciones laborales, el deporte, la judicatura, el orden público, la familia, los tributos.
Su cadena lógica es fácilmente perceptible: si el lucro es un crimen, la propiedad es un robo; si el emprendimiento es un abuso, las ofertas generan segregación; si los vínculos son excluyentes, la familia es un invento; si la vida es relativa, la personalidad es desechable. No queda nada en pie.
El socialismo muestra su peor cara justamente cuando tiene el poder. Esa es la única ventaja de permitirle gobernar: se le puede conocer de cerca y hasta los más lerdos de los ciudadanos se preguntan si no sería mejor que los socialistas trabajaran con esfuerzo, igual que ellos, en vez de mandar.
Pero ya es muy tarde: quedan todavía más de tres años de bacheletismo socialista y lo único que puede hacerse es mostrar todos y cada uno de los perjuicios que esa ideología les causa a los chilenos.
Estamos muy cerca de celebrar los 25 años de la caída del Muro de Berlín y del final de la opresión socialista sobre media Alemania, Polonia, Hungría, aquella Checoslovaquia, Rumania, Bulgaria, los estados Bálticos, la antigua Yugoslavia y, dos años después, la Unión Soviética. Los llamaron "socialismos reales".
Falso. El socialismo nunca ha sido real. Y no lo es tampoco en Chile.
Sus ideales no existen, son pura ficción. Sus palabras engañan, son pura retórica. Sus políticas destruyen, son pura ideología.
La razón de fondo para sustentar lo dicho es irrebatible: el socialismo intenta sacar a las personas de sus coyunturas, las descoyunta. Cuando logra cortarles sus vínculos con Dios, con sus familias y con sus tradiciones, las lleva a una realidad virtual en la que el nuevo Dios, la nueva familia, la única tradición, es el Estado.
En el nombre de la igualdad desbanca a la justicia, pero, más notable aún, construye la mayor desigualdad posible: la dominación de los agentes socialistas enquistados en el Estado sobre la multitud de seres desprovistos de toda personalidad. Cuando los individuos han sido reducidos a manos que se estiran para pedir el favor estatal, el socialismo ha alcanzado el mayor de sus objetivos de control. Ellos allá arriba hablando de igualdad; todos los demás, allá abajo, padeciendo la dominación.
La actividad normal de las personas comunes y corrientes es desfigurada y convertida en la existencia virtual de seres administrados por una casta de desiguales -los socialistas en el poder-, quienes dictaminan sobre la totalidad de sus vidas: no comprarás, no emprenderás, no educarás, no circularás, no opinarás, no donarás, no votarás por la derecha, creerás solo estas noticias.
Así se está construyendo la gran ficción socialista en nuestro país, justo 25 años después de que ella fuera desenmascarada en Europa, justo 40 años después de que ella fuera denunciada y derrotada en el propio Chile.
Toda la utopía socialista -así les gusta llamarla- resulta ser efectivamente lo que no puede edificarse en el lugar ninguno. Pero antes, mucho antes de que pueda comprobarse ese imposible, los sujetos a ese experimento no dejan de padecer una y mil penurias.
Quizás esa pasión sea la única condición para poder enfrentar debidamente al socialismo y no quede más que agradecer la oportunidad y exclamar: Por fin, ¡el socialismo!