Publicado hace más de 50 años, El río , de Alfredo Gómez Morel (1917-1984), calificado entonces como "un clásico de la miseria" por Neruda, reeditado numerosas veces, aclamado desde diversos sectores, se ha convertido en libro de culto. Se trata de un estatus merecido para este título del que muchos solo saben el nombre o bien quieren leer y al que las nuevas generaciones se acercan con renacido fervor. La propia vida del autor, quien se inició siendo pequeño en las lides del crimen y culminó como ladrón y traficante internacional, es tan espectacular y habría dado para tantas novelas más, que ello mismo ha contribuido al aura de leyenda que rodea a esta obra. En verdad, nada como lo que encontramos en El río se ha escrito y seguramente ya nada se escribirá sobre la delincuencia y los delincuentes en el Chile de los años 20 a 40. Pese a que la narración de Gómez Morel no indica fechas ni entrega pistas o señales urbanas, su biografía y unos pocos datos secundarios permiten situar la acción en una época y entre unas personas que ahora pertenecen al pasado. Desde luego, esto no le resta ningún valor a uno de los testimonios más sobrecogedores acerca del lado funesto y perverso de nuestra sociedad.
Que el protagonista sea un niño y que la mayoría de sus compañeros de correrías también lo sean es un hecho que califica a El río como una de las más formidables denuncias en torno a las condiciones de la infancia abandonada y a los sistemas represivos para estigmatizarla, controlarla y castigarla porque sí o cuando recurre al robo como forma de subsistencia. Y que Gómez Morel cuente las cosas que cuenta sin un ápice de demagogia, desde dentro, con la naturalidad de lo inevitable, da a las páginas de El río mucha mayor fuerza y veracidad que cientos de tratados sociológicos, psicológicos, históricos o de cualquier índole. Además, que todo lo que se refiera sea real y que cada uno de los personajes cuestione, aun cuando sea de forma primitiva e inconsciente, a cuantos les persiguen, es decir, a casi todo el mundo, otorga un tono particularmente subversivo al texto. Así, pelusas, rateros, lanzas, prostitutas, regentas, proxenetas, reducidores, presos y tantos otros, mezclados con policías, detectives y gendarmes de nivel inferior, ocupan el lugar que, de manera habitual, nuestras ficciones daban -y siguen dando- a la clase alta y media. El río es, pues, la otra cara del espejo de nuestro país, una cara estrepitosa y furibunda que, obviamente, pocos quieren ver y de la que nadie o casi nadie quiere saber.
Es ineludible que, después de tanto tiempo y cuando la violencia se ha instalado definitivamente en la literatura y el arte, sea difícil asustarse ante las aventuras de El río . Aquello que otrora fue chocante o repulsivo, en la actualidad es moneda corriente. Tampoco hay aquí reparos: lo que ayer sucedía, sigue ocurriendo hoy, aunque por suerte parece que a escala menor. En este sentido, Gómez Morel sigue siendo vigente.
Lamentablemente, al momento de juzgar este título en términos literarios y por más buena voluntad que se tenga, resulta imposible pasar por alto sus carencias y fallas. Compuesta en breves capítulos y con escasas descripciones, la crónica no tiene progresión dramática alguna, los incidentes se presentan aislados y sin relación unos con otros, los actores no experimentan ninguna evolución, las situaciones se estancan y fuera de algún momento sensacional, se diría que estamos ante una sucesión de instantáneas congeladas.
Peor aún es la insistencia de Gómez Morel en proporcionarnos un interminable listado de las leyes del hampa y las reglas de conducta del submundo, en una suerte de manual para maleantes: está prohibido entre los choros hacer tal cosa; los principios del cafiche dictan que haga esto, lo otro y lo de más allá; "un pegador, por lo general, es violento, astuto, bebedor, mujeriego y bailarín"; "la patinadora tiene como norma defenderse de quien busca gratis el amor que se vende", y suma y sigue. Cuando es áspero, destemplado, veloz, el escritor puede llegar a ser notable, pero cae con frecuencia en lo discursivo y en un alambicamiento inadecuado para el tema que ha elegido.
En todo caso, El río trasciende con holgura sus defectos. Y si cuando recién apareció fue saludado como un relato de aprendizaje al revés, en el presente continúa manteniendo un carácter profundamente perturbador y con seguridad seguirá teniendo lectores.