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La gran ciudad, de Omar Saavedra Santis, viene hablándose hace tiempo en nuestra república de las letras, y lo que se manifiesta sobre este libro es tan positivo e hiperbólico que resulta ineludible hacerse muchas expectativas y abordarlo casi con la certeza de que nos vamos a encontrar ante una obra maestra. Por eso, la tardía publicación de esta novela, escrita hace más de 30 años, es, en principio, una buena noticia. Pero como pasa muchas veces, las ilusiones se frustran o quedamos a mitad de camino entre el placer que se siente frente a un texto parcialmente logrado y la desazón que produce una historia tan implausible que bordea lo caricaturesco. El título del volumen se refiere a Valparaíso y nunca queda en claro por qué Saavedra no menciona por su nombre al puerto, pese a que alude al café Ricket, a los cerros Concepción, Alegre, Cordillera, a las plazas Aníbal Pinto o Victoria, a la calle Colón; en fin, a la geografía de esa incomparable localidad. Fuere cual fuese el motivo de semejante omisión, se trata de un detalle menor.
Los hechos de La gran ciudad transcurren durante el gobierno de la Unidad Popular y Saavedra altera por completo las identidades de los protagonistas de aquel período, ya que, salvo la designación de “compañero Presidente” para quien fue, obviamente, Salvador Allende, el resto se disipa en una nube de cargos y funciones difíciles de precisar. El enredo se vuelve más impenetrable mediante la constante descripción de supuestos rasgos del pueblo chileno o del “hombrecito del país”, entre otros, “buscarle la quinta pata al gato”, “amor por el fútbol menor”, “el juego de rana” y muchos más. Si el novelista está hablando en serio cuando dice que dicho programa político pretendía nacionalizar absolutamente todo, desde el aire y el mar hasta la noche y la mañana, perdió la brújula, porque ese régimen no habría durado tres años, sino tres días. Si se trata de una sátira, la verdad es que se entiende mal en medio de las pesadas y, por momentos, culteranas adjetivaciones que atiborran el relato.
Saavedra inventa el Ministerio de Cultura, a cargo del improbable Pancho Benavente, quien contrata a su amigo Oliverio Sotomayor para desarrollar un inédito plan de lectura. Las estadísticas no son el fuerte del narrador, a menos que dar por sentado que el analfabetismo en Chile superaba el 55% en 1970 (la tasa aproximada era 10%) constituya un recurso retórico. Un desastre semejante amerita audaces medidas, puesto que no hay forma viable para solucionar el problema, de manera que a la expropiación universal, se agregará la privatización de todas las bibliotecas particulares que contengan más de 3.000 ejemplares. Aun así, poco se conseguirá en una población tan iletrada, por lo que Oliverio diseña una estrategia admirable: un grupo de recitadores memorizará los textos inmortales de la literatura para darlos a conocer verbalmente a nuestra embrutecida población. El que encabeza el proyecto es Marcelo Leyva, mocetón porteño ahijado del brillante diseñador de esta aventura intelectual, quien deja con la boca abierta a cuantos le escuchan declamar a Neruda, Cervantes y Vallejo.
Si en estos episodios hay fuertes componentes de realismo mágico, ellos se multiplican cuando Saavedra se traslada a la familia Etchepare, en la práctica dueña del territorio nacional. El explosivo Bruno Berthel, heredero por parte materna de los caudales e intereses del todopoderoso grupo, detenta el puesto de jefe de los servicios de inteligencia, posee una belleza física irresistible, una agudeza mental pasmosa, una capacidad de maniobra inaudita y otra serie de características, como el uso permanente del garabato, que lo convierten en el principal enemigo de los sublevados, que momentáneamente detentan el poder gubernamental.
Lo anterior es un resumen simplificado de una parte de La gran ciudad, aunque se hace virtualmente impracticable opinar en forma circunspecta acerca de una “novelita finisecular de agitación y propaganda” —tal es el subtítulo del tomo— tan extravagante como esta. Además, Saavedra es culto y lo demuestra en cada página, sea por medio de citas y referencias elevadas, sea con amenos pasajes derivados de lo popular. Así, lo mejor de esta ficción reside en el repetido empleo de cuchufletas, chistes y giros que, por cierto, enriquecen un lenguaje paradójicamente artificial y, al mismo tiempo, plebeyo. De este modo, podemos por momentos disfrutar de una fábula inverosímil, aun cuando contenga facetas reconocibles para el lector de hoy.