Esta semana, y a propósito del Tedeum —ese rito teológico-político—, asomó un rasgo que suele estar soterrado, pero que por estos días brota: la sumisión a la Iglesia Católica.
Primero fue la carta que diputados de la UDI y RN hicieron llegar a monseñor Ezzati rogándole para que, al intervenir en el Tedeum, abogara, entre otras cosas, en contra del aborto.
Luego fue el turno de las autoridades gubernamentales.
Uno de los casos más notorios fue el del ministro de Educación, Nicolás Eyzaguirre, quien declaró que la “Iglesia es siempre una voz moral muy autorizada”. Conmovido, no pudo ocultar el sentido redentor que ve en su propia tarea, al insinuar paralelos entre la reforma que impulsa y la inclusión de los leprosos de que habla el Evangelio. Hizo recordar las declaraciones de su asesor, Andrés Palma, quien hace algunas semanas caracterizó a la reforma educacional como una “locura evangélica”.
Por supuesto, los parlamentarios de oposición tienen todo el derecho de oponerse al aborto y, llegada la hora, votar en contra de su despenalización, y de hacer esfuerzos para convencer a los ciudadanos de la corrección de su punto de vista. Pero lo que resulta absurdo es que un conjunto de representantes del pueblo —¿no son eso?— busque el aval de un sacerdote para sostener sus posiciones en la esfera pública. Lo mismo ocurre con el ministro Eyzaguirre o su asesor. Ellos pueden reconocer a la Iglesia toda la autoridad moral que les plazca, o les consuele, en lo que atinge a su vida personal; pero no tienen ningún derecho para reconocerle esa misma autoridad en los asuntos públicos.
Su posición en el Estado les impide asignar a Ezatti o a cualquier otro dignatario religioso una particular autoridad en los asuntos que atingen a todos, a creyentes y no creyentes.
Cuando lo hacen, instituyen tácitamente a Ezatti, y no a la deliberación de los ciudadanos, como la máxima autoridad. La palabra de monseñor sería, en opinión de esos diputados y de esas autoridades gubernamentales, una voz que estaría más allá de las posiciones en juego en la sociedad chilena, una estela de verdad que cruzaría un mar de confusiones valóricas en las que todos, salvo Ezatti, el Pastor, estarían inmersos. La Iglesia Católica aparecería así como la depositaria de las verdades finales, una fuente a la que los actores políticos podrían acudir cuando, agobiados por el debate público, se quedaran ya sin armas discursivas y sin recursos.
Conferir esa autoridad a la Iglesia Católica —o a cualquier otra confesión— resulta inadmisible en una sociedad democrática, cuyo Estado debe ser neutro frente a las creencias finales de los ciudadanos.
Las diversas confesiones o preferencias religiosas constituyen, por supuesto, una expresión valiosa de la autonomía de los ciudadanos. Si la autonomía consiste en la posibilidad de que cada uno pueda discernir cuál es su bien y qué tipo de vida es la que prefiere llevar, entonces el Estado debe reconocer, sin ninguna duda, el más pleno derecho a todas las personas a practicar el credo y el culto de su preferencia. Pero esa misma autonomía exige que el Estado trate con neutralidad a todas las confesiones, es decir, que no considere a ninguna de ellas, en la esfera pública, como intrínsecamente mejor que cualquier otra.
Así entonces, la afectación religiosa que algunas autoridades mostraron por estos días les puede ser muy valiosa a la hora de enfrentar las vicisitudes de su existencia individual, pero carece de todo valor en la esfera pública.
Por lo demás, monseñor Ezzati, el depositario inmediato de esas devociones, no dijo ninguna cosa relativa a la esfera pública, susceptible de ser tomada demasiado en serio. Sugirió un acuerdo nacional similar al que se alcanzó en tiempos de la dictadura (monseñor tuvo el cuidado de llamarla “régimen autoritario”) y se preguntó: ¿Será muy ingenuo pensar en convocar a un gran Propósito Nacional, basado en el diálogo social (…)?
No, no es ingenuo monseñor. Es humano, demasiado humano.
Y es que se nota demasiado el propósito que le anima: hacer de la Iglesia un partícipe privilegiado de los asuntos públicos. Y algo así no tiene pizca de justificación en una democracia cuyas instituciones son perfectamente capaces de disipar sus propias sombras.