En la discusión de la reforma educacional es habitual que la preocupación por la calidad aparezca desatendida. Quizás influye en esta realidad la complejidad que significa acordar una definición o las distintas visiones que pueden existir respecto de qué debemos entender por una educación de calidad. Aun así, hay criterios generales para orientar una definición compartida. Una educación de calidad, no cabe duda, debe brindarles a las personas la oportunidad, si ellas se lo proponen, de desarrollar todos sus atributos, talentos y habilidades, de modo de alcanzar su potencial como individuos y miembros de la sociedad. En particular, es difícil pensar que se tiene una educación de calidad si no se educan en los estudiantes las habilidades, destrezas y competencias que les permiten desenvolverse apropiadamente en el mundo actual, si no se promueven los valores y actitudes que acompañan una ciudadanía responsable y si no se cultiva en ellos la curiosidad y la creatividad.

Estas motivaciones suelen tener, en cada país, una cierta formulación legal. Chile no es la excepción. La Ley General de Educación define una educación de calidad como aquella que propende "a asegurar que todos los alumnos y alumnas, independientemente de sus condiciones y circunstancias, alcancen los objetivos generales y los estándares de aprendizaje" definidos por la ley. Es este mismo cuerpo normativo el que define esos objetivos tanto para el ámbito personal y social como para el ámbito del conocimiento y la cultura. Los estándares de aprendizaje esperados son, a su vez, definidos en el marco legal que consagra el sistema de aseguramiento de la calidad. Son objetivos y exigencias relativamente amplios, compatibles con distintos proyectos educativos. Las bases curriculares son un soporte indispensable para materializar esos objetivos generales cuya satisfacción permite el desarrollo integral de nuestros niños y jóvenes.

Pero la satisfacción de estos objetivos generales y de los estándares de aprendizaje y la ejecución de las bases curriculares se juegan en el interior de la sala de clases. Esta debiera ser el foco principal de las políticas educativas. Hasta ahora el debate educacional se ha concentrado en aspectos normativos que dicen relación principal con el diseño del sistema educacional. El diagnóstico del Gobierno parece apuntar a que es indispensable redefinirlo para crear las condiciones que permitan elevar la calidad de la educación. Pero no es evidente cómo esta redefinición podría afectar la interacción entre estudiantes, profesores y directivos al interior de los colegios, escuelas o liceos chilenos. Mientras ella no se afecte es difícil pensar que la calidad puede subir o reducirse las brechas de desempeño entre los estudiantes de distinto nivel socioeconómico.

Entre los argumentos que ofrece el Gobierno para sustentar su enfoque resalta la idea de que algunas prácticas e instituciones vigentes de nuestro sistema de educación podrían estar generando una mayor segregación social. En particular, las prácticas de admisión de algunos colegios y liceos y el financiamiento compartido. No cabe duda de que ellas tienen riesgos, pero también tienen potenciales ventajas. Por ejemplo, los liceos públicos tradicionales pueden ser una fuente de movilidad social, y el copago libera al Estado de recursos que se pueden usar en las personas de menores ingresos. Así, los eventuales efectos negativos en segregación se deben contrastar con potenciales beneficios. Además, hay una variedad de políticas posibles, menos traumáticas para el sistema educativo que las propuestas por el Gobierno, que podrían atenuar los primeros sin suprimir las iniciativas vigentes y renunciar a sus ventajas. Por lo demás, una mayor integración, valiosa en sí misma, no necesariamente mejora la calidad de la educación. El debate de cómo elevar esta sigue, por tanto, pendiente.