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Editorial
Jueves 18 de septiembre de 2014
18 de septiembre
El paso del tiempo, que permite mirar los procesos históricos con perspectivas más amplias, puede justificar la elección de esta efeméride.
Más importante que una batalla, de las que el país tenía una larguísima lista para recordar, Chile asistía a la configuración, por primera vez en su breve historia, de un gobierno autónomo...
Se quejó un memorialista chileno del siglo XIX, José Zapiola, de que para la conmemoración de la independencia se hubiera elegido el 18 de septiembre, en recuerdo de la asamblea celebrada en esa fecha de 1810, estrictamente monárquica en su contenido, en desmedro de hechos de armas que aseguraron la emancipación, como la batalla de Maipú, el 5 de abril de 1818. Era comprensible esa crítica por provenir de quien había nacido bajo la monarquía, había sido testigo de su desmoronamiento y había visto la consolidación de la república. Pero el paso del tiempo, que permite mirar los procesos históricos con perspectivas más amplias, puede justificar la elección de la efeméride.
En efecto, la asamblea del 18 de septiembre de 1810 debe ser entendida como la manifestación chilena de un proceso originado en España y reproducido en América en obedecimiento a disposiciones provenientes de la metrópoli. El problema que debía ser enfrentado, tanto en España como en América, era asegurar el gobierno de una monarquía carente de titular, mediante un mecanismo institucional revolucionario, las juntas.
Cuando el país estaba ya siendo invadido por los franceses, la abdicación de Carlos IV en su hijo Fernando VII, en marzo de 1808, sin ceñirse a los procedimientos jurídicos de rigor, y la posterior prisión de ambos por Napoleón, originó la crisis más profunda que había experimentado la monarquía. Por primera vez se rompía la legitimidad, base fundamental de esa forma de gobierno, y el rey Borbón era sustituido por un intruso, apoyado en un aparato militar que tenía fama de invencible. La respuesta fue inmediata: mientras buena parte de la nobleza, de la jerarquía eclesiástica y de las altas autoridades aceptaba la nueva situación, en las diversas ciudades de la península se organizaron juntas de gobierno dispuestas a resistir a los franceses. El elevado número de ellas y las determinaciones a menudo contradictorias que adoptaban aconsejaron crear una Junta Central, que gobernaría en España a la espera del retorno del rey legítimo. Y no demoró la Junta en exigir a las provincias americanas el reconocimiento de su autoridad, a lo que accedió el cabildo de Santiago en enero de 1809, probablemente convencido de las promesas de la Central, la cual, enarbolando la bandera del liberalismo, prometía eliminar los abusos, mejorar las instituciones y asegurar el progreso.
El avance de los invasores, la instalación de la Junta Central en Sevilla, su disolución el 31 de enero de 1810 y su reemplazo por el Consejo de Regencia hicieron del gobierno libre de España una simple aspiración, casi sin base territorial. La posibilidad de que pudiera volver a reinar Fernando VII parecía por entonces cada vez más remota.
No es ocioso preguntarse por las razones que llevaron a los americanos a añorar a un monarca de cuya competencia nada se sabía. Pero muchos integrantes de las élites estaban informados de la enemistad existente entre Fernando VII y el valido Manuel Godoy, y esto parece haber sido suficiente para suponerle toda suerte de virtudes al prisionero de Napoleón. Era una esperanza que parecía desconocer el desempeño de la monarquía respecto de América durante el siglo XVIII. En verdad, el acceso al trono español de la casa de Borbón en la persona de Felipe V, nieto de Luis XIV, representó la aplicación, primero en España y más tarde en América, de los mismos principios de que el monarca francés se había servido en su reino: extrema centralización, reorganización de la hacienda y fortalecimiento del ejército y la marina. Esta fórmula, estrictamente racional y técnicamente factible, requería un control absoluto sobre todos los organismos intermedios.
Los proyectos reformistas de la Corona generaron violentas reacciones en América, en especial durante el reinado de Carlos III. Las acciones adoptadas en materia impositiva, así como las administrativas que se pusieron en práctica con las visitas generales en Nueva España, Nueva Granada, Perú y Chile, originaron motines -algunos sangrientamente aplastados-, un alzamiento de enorme amplitud, el de Túpac Amaru en Perú, y, más grave aun, una progresiva desafección de las élites respecto de las autoridades de Madrid. Los propósitos de la monarquía borbónica chocaron de manera frontal con prácticas creadas al amparo del régimen de gobierno por consejos, tan propio de la casa de Austria. La tardanza en el conocimiento de las materias, la lentitud en la adopción de decisiones y, a menudo, su inconveniencia, lo que las hacía inaplicables, les dieron a las autoridades americanas un sorprendente grado de autonomía. Ahora, en cambio, los territorios americanos debían ser gobernados como colonias, y más concretamente, como las colonias inglesas, que le producían a esa monarquía ingresos mucho más cuantiosos que las americanas a Madrid. Y no podían conformarse las autoridades metropolitanas con el pobre desempeño financiero de América: en 1770 los ingresos indianos constituyeron solo el 23% de la recaudación total de la hacienda.
Las tensiones creadas en América por el reformismo borbónico fueron advertidas por los observadores extranjeros, y para un comerciante francés, después embajador de su país en España, que conoció los procedimientos del visitador general de la Nueva España, José de Gálvez, debían necesariamente llevar a la pérdida de los territorios del Nuevo Mundo. Y Humboldt comparó el alzamiento peruano de 1781 con la revuelta de las colonias inglesas en América del Norte.
A estas reformas, que obedecían a un bien meditado proyecto, tan característico del Despotismo Ilustrado, se unieron otras medidas de índole tributaria destinadas a enfrentar las urgencias de la hacienda real. En efecto, tanto el gobierno de Carlos III como el de Carlos IV sufrieron las consecuencias económicas de sus aventuras internacionales. Prácticamente en bancarrota, ambos monarcas debieron hacer uso de las más imaginativas y drásticas fórmulas para allegar recursos, algunas de las cuales, extendidas a América, contribuyeron a aumentar la distancia de sus élites hacia los "mandones" de Madrid.
En este ambiente se gestó el juntismo americano, con tempranas expresiones en Caracas, Quito y La Paz, aplastadas las dos últimas por el virrey Abascal por sediciosas. Desde el punto de vista de las autoridades peninsulares, los americanos, por vivir en colonias, carecían de derechos políticos. Era una abierta contradicción con las generosas promesas que se recibían desde la Junta Central.
Las posiciones que hacia 1809 comenzaron a enfrentarse en Chile fueron la del gobernador García Carrasco, de los oidores y altos funcionarios y de los mercaderes peninsulares, por una parte, que era obedecer a la autoridad independiente que hubiera en la península, y por la otra, el cabildo de Santiago y la mayoría de la élite de Santiago, que estimaban inevitable la completa ocupación de España y que, por tanto, optaron por la constitución de una junta de gobierno. Las diferencias entre estas dos posiciones se fueron haciendo cada vez más profundas y la desconfianza hacia García Carrasco, a la que se unió la actitud de los militares, obligó a este a renunciar. Su sucesor, Mateo de Toro, hubo de ceder a la presión de los juntistas y, con el fin de resolver las divergencias políticas que amenazaban la tranquilidad pública, convocó a una asamblea para el 18 de septiembre de 1810.
No parece caber dudas acerca del sentido de lo allí ocurrido. Más importante que una batalla, de las que el país tenía una larguísima lista para recordar, Chile asistía a la configuración, por primera vez en su breve historia, de un gobierno autónomo, paso previo a su separación de la monarquía.