Samuel, mi hijo que acaba de cumplir cuatro años, corre a pedirme que le arme un trompo con una cuerda. ¡Un trompo! Pensaba que los trompos habían desaparecido para siempre, que estaban solo en los museos del folclor, que ya nadie jugaba con ellos en las calles y en los patios. Tomo el trompo entre mis manos, lo admiro, me conmueve su simpleza, la perfección de su forma. Hago varios intentos, por supuesto vanos, de armarle el trompo a mi hijo. Me frustro. ¿Alguna vez, cuando muy niño, supe hacerlo? ¿Jugué alguna vez al trompo? Creo que sí. Creo ver las manos grandes de mi padre armándome uno, tal vez cuando tenía la misma edad que tiene hoy Samuel. No recuerdo haberme emocionado tanto como mi hijo hoy, que encuentra en este objeto de palo y cuerda algo que lo asombra, un juguete que se arma con las manos, que no tiene control remoto, algo tan exótico como un tren a cuerdas o unos zancos. Tal vez los últimos sobrevivientes a la invasión de la juguetería industrial foránea sean los volantines. No hay niño chileno más feliz que el que corre detrás de un volantín, ondeando en el viento de septiembre. ¿Y si también volvieran los trompos, el palitroque, el emboque, el yo-yo, las bolitas? ¿Por qué no? ¿Hay juegos más perfectos, más simples, más esenciales que esos que nombro? Intuyo que los niños de pasado mañana, hastiados de navegar por el infinito laberinto virtual, volverán a las plazas (si es que todavía las hay) y veremos otra vez los trompos danzar al lado de los columpios y miles de niños chilenos "huachos" de identidad jugarán en éxtasis al pillarse, al paco ladrón, la huaraca, "manseque la culeque", y a la clásica y nunca bien ponderada ni olvidada "escondidas". En la historia también funciona la ley del péndulo. La nostalgia del origen es un sentimiento que opera en la cultura y que puede traer de vuelta lo que creíamos irremisiblemente perdido. Como las cuecas choras resucitadas hoy por las nuevas generaciones. O los almacenes tradicionales, que un grupo de jóvenes revitaliza a través de una página web dedicada a estas nuevas "perlas" de los barrios. Nos llegan noticias de última hora de los países "desarrollados" que siempre copiamos (nuestros "modelos") informándonos que según los últimos estudios -al revés de lo que se creía hasta ahora- para tener mejores resultados a largo plazo, en educación en realidad es mejor partir tarde, demorarse. O sea, jugar al trompo, las adivinanzas, parir la chancha, hacer patitos, volver a contar los "cuentos de nunca acabar". Dejo el trompo que no pude armar sobre mi cama, busco un libro del gran Oreste Plath "Aproximación histórica-folklórica de los juegos en Chile". Me reencuentro con un mundo perdido, pero al alcance de la mano, el mundo de los juegos de niños chilenos. "Con todo respeto" -como dicen en el campo-, afirmo que este crisol de tradiciones tan nuestras es infinitamente superior a los productos manufacturados en China. Los juegos tradicionales chilenos nos invitan a usar nuestras manos, armar y desarmar, tocar materias nobles, desde las maderas hasta las palabras, con las que surgen las adivinanzas, los refranes, los juegos de prenda.
Me entero de que trompos hechos de barro fueron encontrados en unas excavaciones en Troya y en Pompeya. Que hasta Virgilio, el poeta latino, habla de un trompo en La Eneida. Vuelvo a intentar hacerle funcionar el trompo a Samuel. ¡Pero mis manos olvidaron armar! Me siento un extraterrestre en mi propio jardín. Veo en la mirada de mi hijo el comienzo de la desilusión. ¿De qué servirán los dedos de millones de padres de la era "touch" si no podrán armar el trompo que los niños del futuro querrán volver a lanzar sobre la tierra? "Trompo de siete colores / sobre el patio de la escuela / donde la tarde esparcía sonrisas de madreselva / (...) trompo de siete colores / ¡y qué suavidades tiene / la ruta que el alma inventa / para volver a su infancia / que se quedó en una aldea!"