"Hay un consenso de que como país tenemos un problema de confianzas deterioradas", afirma Roberto Méndez. Y es evidente. Después de las Cascadas no hay duda de que los inversionistas y la gente en general tienen menos confianza en la transparencia con que opera el mercado. Lo mismo ocurre con los ciudadanos respecto de los parlamentarios después de conocer el financiamiento reservado de sus campañas o el affaire de la cafetería VIP. Luego de experimentar sus continuas fallas, los pasajeros también han perdido la confianza en los criterios que justifican el alza de las tarifas del Metro y el Transantiago. Lo mismo después de La Polar y la Universidad del Mar, que llevaron a los deudores a preguntarse si es justo pagar sus créditos. Igual que esos fieles que se cuestionan acerca de las reglas morales enseñadas por sacerdotes salpicados por escándalos. La lista podría seguir.
Confianza, dice la RAE, es la "esperanza firme que se tiene de alguien o algo". Si se trata de una nación, este "alguien o algo" es el núcleo que la dirige -sea desde las esferas política, económica, intelectual, religiosa, artística o moral-, y las instituciones desde las cuales ese grupo ejerce su autoridad. Cuando en el Chile de hoy hablamos de una "confianza deteriorada", estamos aludiendo a esto: a que la población ha perdido parcialmente la fe en quienes, a nombre de la moral, ley o la ciencia, definían el límite de lo viable y lo inviable, de lo discutible y lo indiscutible, de lo normal y lo escandaloso.
Es obvio que esto preocupe a la clase dirigente, en su más amplia acepción. No sin razón, ella siente que su poder se volvió, como dirá Parra, imaginario. Cuando surgen de su seno voces llamando a "restablecer la confianza", a lo que apuntan de verdad es a reponer la "esperanza" firme" que tenían los dirigidos en ellos, los dirigentes. ¿Es tal cosa posible y deseable? Sí, desde luego que sí, pero esto supone interpretar apropiadamente lo que está ocurriendo.
Si los chilenos no depositan la misma fe de antaño en las personas e instituciones que los conducían, no es porque estas o aquellos se desquiciaron. Es porque se han vuelto más escépticos e inquisidores, con más seguridad en sí mismos, en su propia capacidad para evaluar lo que es bueno para ellos o para la colectividad, lo que los hace más autónomos y menos dóciles. Este es el fruto de la educación, la democracia y la prosperidad, y es digno de celebración, no de condena. Nada sería más estúpido e ilusorio, por lo tanto, que tratar de detener esta evolución en nombre del "restablecimiento de las confianzas". Lo que hay que intentar, más bien, es reconfigurar las fuentes de autoridad en una sociedad más madura y compleja. Y hacerlo pronto y bien, pues la frontera entre el famoso "empoderamiento" y la anomia -o sea, el colapso de las normas y límites que sostienen a una comunidad- es más frágil de lo que se creía.
La figura de Bachelet y las reformas de su programa apuntan en esa dirección. Pero sus intenciones no les han librado del virus de la desconfianza. La "esperanza firme" que la ciudadanía depositó en ellos también se ha desgastado, sugieren las encuestas. Seguramente porque ha visto que las reformas estructurales no son el antídoto para las dificultades del presente, o porque han visto que ellas podrían acarrear más trastornos que cuando se las veía destacadas en los panfletos de campaña. Algo parecido le ocurrió a Piñera, cuando la ciudadanía descubrió que la "nueva forma de gobernar" inspirada en la empresa privada tampoco era una pócima mágica.
Por lo visto ningún sector de la élite dirigente está inmune. Si quieren "restablecer las confianzas" no tienen más alternativa que dejar de lado las imputaciones recíprocas y abrirse al diálogo y a la negociación entre sí y con la sociedad. Les guste o no, están todos en el mismo barco.