Empecé con los mareos hace un mes. Fue un lunes. Eran las seis de la tarde, iba caminando por la calle y sentí una efervescencia que me tomaba los ojos y me alejaba del mundo tal como lo había conocido. Todo mi entorno era, de repente, ajeno: los autos, los comercios, la gente; cada pieza formaba parte de un rompecabezas al que yo ya no pertenecía.
De todas formas, continué caminando. Debía retirar a mi hijo de su clase de natación y si no llegaba a tiempo se podía preocupar. Así es que me concentré como un borracho que intenta meter la llave en una cerradura y avancé. Con paciencia, mascullando palabras de aliento, hice las cuadras siguientes hasta que pude llegar al club.
Ahí me senté a esperar a mi hijo. Hasta que Joaquín apareció y quise pararme, y el vértigo fue tan grosero que volví a tomar asiento y -uno nunca termina de ser adulto- llamé a mi madre para que me sacara de ahí.
Esa misma noche empezó el raid médico. Fui a una guardia en la que no encontraron nada; me hice análisis de sangre en los que nada apareció; fui a un otorrinolaringólogo -el centro del equilibrio está en el oído medio- que me dijo "nada"; y me hice una tomografía que también salió perfecta.
-No sé qué me pasa, cada tanto todo me da vueltas -le dije a mi terapeuta una semana después.
-Descríbame el mareo -dijo él.
Moví los ojos de izquierda a derecha, varias veces, con velocidad.
-La sensación es esa -dije-, como si moviera los ojos de un lado a otro todo el tiempo.
-Como si quisiera hacer foco en todo a la vez -dijo mi analista.
-Algo así -dije yo.
-Qué interesante -dijo él.
Salí de la sesión pensando en la palabra "todo"; hice memoria. Ese lunes en el que "todo" había empezado, me había levantado a las siete de la mañana, había llevado a mi niño a la escuela, me había sentado a corregir los trabajos de mis alumnos, había dado taller de 11 a una de la tarde, había escrito hasta las tres -supongo que en el medio almorcé-, había ido a terapia a las cinco -fui hasta allá caminando, para hacer algo de ejercicio-, y de ahí había corrido al club a buscar a mi hijo. Si no hubiera tenido la suerte de marearme en el camino, el día habría tenido incluso más opciones para mí: me faltaba llegar a casa, acompañar a Joaco en su tarea de la escuela, hacer la cena, acostarlo y aprovechar las horas de trasnoche para avanzar con la escritura de un libro que debo entregar en lo inmediato.
¿Era yo un auténtico desastre? En casa, preocupada, les escribí a mis amigas. "Estoy mareada" dije. Y las respuestas empezaron a llegar.
"Yo estuve igual en el 2001: plena crisis cambiaria, me separé y empecé a sentir como si estuviera en la cubierta del Titanic", dijo una y yo pensé: es así.
"Yo sentía como si me hubiera tomado una botella de vino, pero era espantoso porque yo necesitaba concentrarme", dijo otra y pensé: es así.
"Yo estuve igual, en especial cuando me levantaba de la cama o de la silla. Lo pasé horrible, estaba en pánico pensando que tenía un tumor o locura. Hasta que mi médico me dijo que podía ser un disparo del estrés", dijo una tercera y volví a pensar: tal cual.
"Chicos, esta semana no entrego la tarea porque estoy con unos mareos horrendos, no sé qué me pasa, estoy yendo al médico pero no sale nada", dijo finalmente una alumna en un correo grupal y ahí me dije: ¿qué está ocurriendo?
Fue entonces que, en respuesta a ese último correo, entró el mail de Belén, mi hermosa alumna llegada de Chile. En su correo decía que, luego de sufrir ella misma mareos y de autodiagnosticarse una infinidad de enfermedades cruentas, había leído un artículo que sostenía que el vértigo era la nueva forma de manifestación de estrés que tenemos las mujeres. Luego de leer eso, Belén dice que se tranquilizó tanto que directamente se curó.
Intenté hacer lo mismo y busqué el artículo, pero no lo encontré. Así y todo, di en la web con otras notas que hablaban de esto mismo: de la forma poco elegante en que las mujeres -obligadas a hacer foco en todos los ángulos de la existencia- hemos entrado al nuevo siglo. De cómo nuestra cabeza debe librar batallas laborales, domésticas, amorosas y estéticas aun a riesgo de terminar siendo como esos motores que se recalientan a los dos minutos de haberse encendido.
¿Qué hacer, entonces, para que el mundo y sus vueltas no nos lleven de paseo? En mi caso, más allá de ir al médico y hacer catarsis con mis amigas y cruzar los dedos y escribir para que el mundo cambie, no tengo la menor idea. Pero sé que de ahora en más, en una nueva versión del modelo de mujer decimonónico, saldré a la calle con un frasquito de sales aromáticas. Y ante cualquier vahído respiraré hondo, usaré el teléfono y dejaré que alguien me busque, me lleve hasta mi casa, me acomode en mi cama y me deje dormir tranquila.
Que es, al fin y al cabo, lo que muchas estamos necesitando.