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Editorial
Martes 02 de septiembre de 2014
Debate sobre Aporte Fiscal Indirecto
Quizás el premio asociado a estos recursos, y este sí sería un incentivo bien puesto, podría ser mayor para las instituciones y carreras más selectivas, de modo de hacer más patente el esfuerzo por sumar diversidad socioeconómica en estas instituciones...
El Aporte Fiscal Indirecto fue creado en 1981, y en sus orígenes se planteó como una de las tres principales fuentes de financiamiento de las universidades chilenas. Esa aspiración nunca se concretó y en la actualidad es dudoso el objetivo que persigue. Este aporte es asignado anualmente por el Estado a todas las universidades, institutos profesionales y centros de formación técnica reconocidos por el Estado, que admiten a los 27.500 alumnos con mejores puntajes de la Prueba de Selección Universitaria (PSU). El aporte por alumno no es parejo, sino que depende del tramo de un total de cinco en los que se clasifican los puntajes PSU. Cada uno de estos segmentos recibe una ponderación distinta. Para el presente año este programa tiene un presupuesto de casi 24.000 millones de pesos.
El AFI ha sido objeto de críticas desde hace mucho tiempo. Al asignar los recursos en función de la PSU, se incentiva indirectamente el uso de dicha prueba en los procesos de admisión de las universidades. Si bien es positiva la existencia de un sistema único de admisión, pues esto facilita la postulación para los estudiantes, se ha cuestionado que la distribución de recursos se haga sobre la base de una prueba que está muy correlacionada con nivel socioeconómico y que, como sugirió el Informe Pearson, tiene sesgos contra ciertos grupos, como, por ejemplo, los egresados de la educación técnico-profesional.
El debate se ha abierto nuevamente a propósito de la incorporación del ranking de notas. El problema tiene indudablemente una arista económica, porque las instituciones que han privilegiado el ranking han matriculado, en el margen, estudiantes con menor PSU, y alumnos con mayor PSU han sido seleccionados en instituciones que han ponderado más este instrumento. Así, ha habido redistribución de recursos entre instituciones. Al mismo tiempo, la introducción del ranking se hizo argumentando que los estudiantes que en sus respectivos establecimientos tenían las mejores notas eran buenos alumnos, independientemente -por cierto, dentro de ciertos límites- de su resultado PSU. Se desprendía de ese análisis que los estudiantes de excelente PSU pero notas de enseñanza media no tan buenas no eran los mejores alumnos. En este contexto se ha argumentado que, por razones de consistencia, el AFI debe modificarse para redefinir lo que se entiende por buen estudiante. En particular, que debería entregarse considerando el ranking obtenido en la enseñanza media por los futuros alumnos de la educación superior.
Sin embargo, aún es muy incierta la aseveración de que los mejores estudiantes de la educación superior son aquellos con mejor ranking antes que mejor PSU. Los estudios que avalan estas aseveraciones son metodológicamente débiles y claramente insuficientes. Por otra parte, el mayor problema del AFI no radica tanto en el instrumento para definir quiénes son los 27.500 mejores estudiantes, sino en la concepción que está detrás del mismo y que apunta a premiar a las instituciones por matricular a los "mejores alumnos". En particular, es dudoso que sea necesario incentivar la presencia de estos estudiantes en instituciones de educación superior que debiesen tener una natural vocación de atraerlos a sus aulas. Los buenos alumnos no solo contribuyen al prestigio de la institución, sino que se pueden formar a costos más bajos.
Parece mucho más razonable destinar estos recursos a promover la equidad en la educación superior, utilizándolos, por ejemplo, en aumentar la cobertura de los jóvenes de menores ingresos y también para reducir los altos niveles de deserción que se observan en las instituciones de educación superior, particularmente aquellas que educan a jóvenes con mayores desventajas socioeconómicas. Quizás el premio asociado a estos recursos, y este sí sería un incentivo bien puesto, podría ser mayor para las instituciones y carreras más selectivas, de modo de hacer más patente el esfuerzo por sumar diversidad socioeconómica en estas instituciones. Así, el AFI podría transformarse en un fondo para la equidad en la educación superior.