Fracasé en el cementerio de Illapel, los terremotos no han dejado rastros de mis antepasados del siglo 19 que viajé a descubrir el martes pasado.
Mis genes me interesan. Veo a mi bisabuela Demofila en mi nieta la “Canque”; es preciso que me parezca a otros.
El “Scientific American” de este mes se dedica al tema. Pero no cubre un par de siglos, sino que toda la evolución.
Igual, habla de mis genes, de los genes de todos nosotros, en realidad.
o que la ciencia entiende hoy por evolución es muy distinto de lo que se entendía allá por los años 1990, dice, con desprecio.
La evolución antes se veía como un árbol donde las ramas con hojas, las exteriores, representaban a las especies triunfadoras, las sobrevivientes, las que provenían de otras ramas ya superadas que se imbricaban con el tronco.
Pero los seres humanos no surgimos de una posta, explica la publicación, no venimos de una sola rama. Durante los millones de años que la vida palpita en la Tierra, los mamíferos nos hemos ido combinando y el azar genético ha ido generando las especies.
Y las catástrofes, y los cambios climáticos, y las oportunidades y las amenazas y las competencias y las colaboraciones por miles y miles de años han producido esta combinación de genes que nos constituyen.
Según el “Scientific American”, hoy, en promedio, la humanidad tiene un 20% de ADN que proviene del hombre de Neandertal, unos tipos feos y tipas feas con cara de músculo que yo creía superados.
Las variedades de especies humanoides han convivido. Enfrentado hielos, sequías, mamuts, ballenas, hambrunas. Han sido muchos procesos simultáneos que han llevado a sus protagonistas mayoritariamente al fracaso y a la desaparición.
La imagen de la evolución no es un árbol, es una malla, un tejido urdido a lo largo de millones de años.
Otra novedad que sorprende es que el
Homo sapiens (hombres y mujeres) logra sobrevivir gracias a su capacidad de cooperación recíproca y a su vida en pareja monogámica.
La cooperación es algo que surge espontáneamente entre los humanos, cuestión no tan clara en experimentos con chimpancés.
La monogamia elimina la sangrienta competencia por obtener y guardar a las hembras, ahorra energía e involucra al macho en la cría de los bebés e infantes.
Todo esto sostiene el tamaño del cerebro del
Homo sapiens, que exige muchísima energía.
El proceso continúa. La cultura se internaliza en la biología. La profesora Sherry Turkle, del MIT, experta en tecnología y conducta, advierte en la revista que está desapareciendo nuestra tolerancia a la soledad, enchufados siempre. Sin soledad no hay desarrollo personal ni relaciones auténticas, dice.
Y como la evolución no siempre resulta en el éxito de las especies, podemos desaparecer del mapa, como mis antepasados del cementerio de Illapel.