El mundo entero respiró aliviado al conocer la paz entre Israel y Hamas, pero es un alivio relativo: ¿Cuándo empezarán de nuevo los túneles, los bombardeos y las represalias? Callaron las armas, pero no han cesado las causas del conflicto. Se aplacó el enfrentamiento en Gaza, pero Siria permanece igual y en Irak el Estado Islámico cada día incurre en nuevas atrocidades.
Se dice que el problema del Medio Oriente es antiguo, pero no se repara en cuán antiguo es. Aunque parezca extraño, la situación en la zona, con los bombazos, el terrorismo o las matanzas de cristianos en Irak se vincula nada menos que con ciertas discusiones filosóficas que tuvieron lugar en la España musulmana del siglo XII.
Los musulmanes de esa época no se preocupaban del precio del petróleo o de Netanyahu. Su problema era: sabemos que Dios es omnipotente, pero ¿qué significa eso? ¿Puede Él hacer círculos cuadrados o mandarnos blasfemar, odiar a nuestros padres o degollar niños?
Una escuela teológica muy difundida, los asharitas, decía que sí: como Dios es omnipotente, no está sometido a nada, ni siquiera a las reglas de la razón. Las cosas son buenas o malas porque Dios así lo dispone, incluso de modo arbitrario. El sabio Averroes, por otro lado, rechazaba esta peligrosa opinión. Afirmaba que existen cosas buenas o malas en sí mismas, y que hay determinadas conductas que jamás podemos ejecutar, ni siquiera en nombre de Dios. Alá no puede mandar ni hacer disparates.
El solitario Averroes ganó la discusión en el plano teórico, pero los califas dijeron otra cosa. Sus obras fueron quemadas, él fue enviado al exilio, y su opinión quedó en la minoría.
El debate islámico del siglo XII se prolonga hasta hoy y nos plantea una pregunta delicada: al-Qaeda o el reciente Estado Islámico, ¿son una perversión del Corán, una postura que contradice completamente todas y cada una de sus páginas, o una consecuencia plausible de un sistema de pensamiento?
Si uno lee el libro sagrado de los musulmanes, encontrará afirmaciones muy problemáticas a propósito de la mujer, el odio a los infieles o la promoción de la guerra santa. De hecho, Joseph Fadelle, un aristócrata iraquí, se hizo cristiano después de que un conocido lo desafiara a leer el Corán en serio. Hoy vive en Francia, con un nombre distinto, para escapar de la pena de muerte que aguarda a los apóstatas.
Uno podría decir que el problema es aparente. Bastaría con interpretar esos pasajes de modo que admitan una lectura razonable, que armonice con el resto del libro y las exigencias de la razón. Es lo que judíos y cristianos han hecho siempre con la Biblia, explicando el contexto histórico o el sentido de ciertas afirmaciones que causan desconcierto en el lector.
El problema, sin embargo, es que los musulmanes, según la opinión más autorizada, tienen prohibido interpretar el Corán. Y aquí la cosa se pone muy seria.
De más está decir que hay millones de musulmanes en el mundo que son gente pacífica y encantadora. Aunque digan que no interpretan el Corán, de hecho lo leen de una manera pacífica y espiritual. Ahora bien, ¿qué pasa con el resto? La medialuna islámica tiene dos caras muy diferentes.
La mezcla de problemas en el Medio Oriente no puede ser más explosiva. Primero, tenemos una concepción que, en general, no reconoce la existencia de cosas que por naturaleza son buenas o malas; es decir, que considera que Dios podría ordenar acciones que a nosotros nos parecen aberrantes. Segundo, millones de personas veneran un texto religioso que no está centrado en el amor y en la misericordia, y además está prohibido interpretarlo. Tercero, existen conflictos políticos gravísimos, como en Siria, Irak o Gaza. Cuarto, hay grandes intereses económicos en juego, puesto que el petróleo mueve el mundo. Quinto, la presencia del Estado de Israel, fruto no solo del genocidio nazi, sino de las innumerables persecuciones que han sufrido los judíos en la historia. Sexto, la constante intervención de los Estados Unidos, Rusia y otras potencias.
A todo lo anterior hay que agregar el empeño de Europa y los EE.UU. por occidentalizar a esos países, imponiéndoles modelos que les resultan ajenos. Con razón Mark Lilla ha señalado que habría que entregar el próximo Nobel de la Paz a quien logre idear para esos países un modelo de teocracia constitucional, en lugar de forzarlos a seguir nuestros caminos.
Con un cóctel semejante, lo que debe extrañarnos no son los permanentes enfrentamientos bélicos. Lo raro es que aún no haya estallado un conflicto de enormes proporciones. Quizá significa que Averroes no ha sido derrotado por completo.