Es frecuente, cuando converso con personas y les pregunto sobre sus recuerdos del colegio, en tanto instancia de aprendizaje y formación, oír una respuesta semejante: la constatación de que han olvidado la inmensa mayoría de lo que estudiaron, que no retuvieron incluso datos básicos ni menos comprendieron algunos procesos o leyes fundamentales del acontecer. Esa respuesta la he oído de personas de muy distinta situación socioeconómica, que llevaron a cabo su educación en escuelas municipales, particulares subvencionadas o particulares e, incluso, particulares de un supuesto alto nivel de excelencia, con fines de lucro y sin fines lucro, que hoy tienen 30, 35, 40 o más años, que son de Santiago o de Provincia; en fin, se trata de una respuesta, como se dice ahora, transversal.
Esta insatisfacción (y resignación) con que, en ese plano, tantos juzgan su paso por el colegio lleva a pensar en un esfuerzo que se percibe, por cierto, como necesario, pero que resulta, en buena medida, frustrado cuando se lo considera de manera retrospectiva. Y no se trata de un mero olvido, como podría a primera vista pensarse, sino de la convicción de que en el proceso existe una asimetría entre la longitud y energía demandadas, de un lado, y los frutos obtenidos, del otro. Es difícil -sobre todo hoy- conectar a los alumnos con lo que ocurre dentro de la sala de clases si sus intereses están en otra parte, como lo constató un estudio universitario reciente, lapidario. Pero mayor es ese desajuste si los contenidos que un profesor en Maule, por ejemplo, obliga a memorizar a sus alumnos se refieren al desayuno de los egipcios en la época antigua, el nombre de la loba que amamantó a Rómulo y Remo o la enumeración de los tratados celebrados por Hitler.
Hay, como se ha señalado por especialistas con insistencia, problemas profundos respecto de lo que queremos enseñar (contenidos) y del modo en que podemos enseñar, problemas que se debería intentar abordar con cierta urgencia, me parece, mejorando la comunicación entre los organismos centrales del Estado -sobre todo las políticas e instrucciones del Mineduc- y las escuelas y el profesor mismo, en concreto. En vez de asfixiarlos con nuevas exigencias (ahora, más aún, se le quiere añadir la responsabilidad de educarnos como ciudadanos), pienso, debería aumentarse dentro de ella el espacio libre, la holgura escolar, para allí buscar puntos de encuentro entre los intereses de los alumnos y los conocimientos y habilidades que transmitir. Un ejemplo de esa convergencia, en la cual me cupo un papel tardío y marginal, es la muestra de pinturas que niños de la SIP Red de Colegios exponen en una galería de la CCU. Se puede.