Los que recordamos los grises años ochenta no podemos menos que regocijarnos de ver hoy la ciudad llena de vida, de música y de juventud. Por lo mismo, resulta políticamente correcto alinearse con la batucada y la algarabía; no así, reclamar por la sistemática privación del sueño que provocan los grandes eventos urbanos. Porque a pesar de que existen normas claras respecto a horarios y decibeles para las fuentes de ruido, conseguir que estas se respeten es como tratar de derribar a Goliath con un puñado de ripio. A la impotencia se suma la angustia que provoca en los vecinos saber que las horas de descanso pasarán en vano.
El concepto de mega-concierto-multi-escenario es la tendencia que más violenta el derecho al sueño. La competencia por el volumen durante extensas jornadas y hasta altas horas de la madrugada termina por agotar a los residentes, que reciben un confuso ruido ensordecedor y constante. Las pruebas de sonido, generalmente nocturnas e igual de inconexas y aturdidoras, empiezan ya el día anterior a minar el ánimo. El negocio es tan suculento que las posibles multas resultan irrisorias y las productoras declaran incorporarlas en su presupuesto. Hay que decir que tampoco representan el desgaste de los vecinos. A pesar de saber que se van a infringir normas, se siguen autorizando y, salvo honrosas excepciones, no se hacen mayores exigencias ni se negocia de antemano ningún tipo de mitigación para el territorio.
Probablemente el derecho al sueño no sea un tema políticamente atractivo en comparación con el derecho al carrete. Sin embargo, vemos afectada nuestra productividad, nuestra salud, nuestra convivencia y la sustentabilidad de la ciudad. Con volumen y horario irracionales, los eventos masivos no dejan nada más que desesperación en los barrios, y erosionan dramáticamente su calidad de vida. El desamparo y el descontrol parecieran hacer cómplices a las autoridades de un deseo de expulsar a los residentes. Incluso a los que vivían allí desde mucho antes.