Echar ahora a Julio César Falcioni sería un error táctico. La defenestración significa asumir abiertamente un error de elección y construir otra nueva interrogante en un horizonte extraviado. El riesgo de volver a equivocarse con otro nombre es inmensamente mayor que el de seguir intentando rentabilizar la inversión con la dolorosa aceptación de que la apuesta para este período ya no dio resultado estadístico positivo.
A Falcioni le tocó estar en una época compleja, exigente, áspera, con muy poco margen para enredarse y bastante poco tiempo para el ensayo.
Eliminado prematuramente de la Copa Sudamericana y, salvo un milagro, sin mayores opciones que la de cerrar dignamente un campeonato local, hoy su subsistencia en la UC debe orientarse a la depuración más que al rendimiento; en otras palabras, a sanear un camarín y renovar la confianza, si es que la directiva le otorga una nueva oportunidad para el próximo campeonato.
Universidad Católica, o mejor dicho quienes hoy dirigen el club, tienen que cargar esta cruz y reconocer que la indignación del hincha es, apenas, la manifestación de un espiral de desencanto donde se mezclan desde las frustraciones deportivas hasta la cuestionada concepción de la sociedad anónima deportiva en la que se cobija la institución.
No hay que perderse: Falcioni está lejos de ser el gran problema que aqueja a Universidad Católica. Ojalá lo fuera, porque la solución sería de una simpleza casi infantil. Cohabita bajo las diversas capas de dominio que administran el club una falla sistémica que impide que la fortaleza de una institución de excepción en Chile remita su poderío hacia una trayectoria exitosa con su primer equipo.
No hay proporcionalidad alguna entre el prestigio institucional y la jerarquía de su fútbol profesional. Y eso no es culpa de la incapacidad del entrenador de turno, de la insuficiente calidad del plantel o del mal ojo del gerente técnico. Es responsabilidad y facultad de los dirigentes y/o propietarios.
Los múltiples cambios que ha experimentado Universidad Católica en el formato y orientación de su cuerpo técnico reflejan la ausencia de una plataforma ideológica que descienda de su estructura directiva, y que imponga criterios y los respete en el tiempo, independiente de los malos resultados. Lo que hemos visto estos últimos años en Católica es todo lo contrario: desesperación por ganar, impaciencia ante las transformaciones, intolerancia a los procesos y una marcada falta de coraje para soportar la presión de los hinchas. Como si ellos fueran los verdaderos dueños y administradores del club.