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Editorial
Jueves 28 de agosto de 2014
Cultura de transparencia
Mucho más que el mero cumplimiento de una Ley de Transparencia -que es un instrumento-, la meta a alcanzar por el aparato estatal chileno debería ser el establecimiento de una robusta cultura de transparencia en el gasto público...
En 2009, durante el primer gobierno de la Presidenta Bachelet, se aprobó la Ley de Transparencia, que abrió el camino para el escrutinio ciudadano de los actos de los organismos públicos y de las reparticiones o agencias estatales. Eso incluye las decisiones que ellos toman y la forma en que efectúan sus gastos y utilizan sus recursos. Salvo algunas excepciones que la propia ley establece, los particulares y otras agencias pueden solicitar esa información, la que debe serles entregada.
Este primer esfuerzo legal, que constituye un enorme avance y una contribución al perfeccionamiento de nuestra democracia, no solo debe ser considerado como el reconocimiento de derechos a los ciudadanos que las instituciones públicas deben respetar solo por mandato legal. Más aún que eso, debería constituir la antesala de una doctrina y de una práctica efectiva y expedita, que establezcan la manera normal en que se realiza el trabajo del aparato estatal en todas sus manifestaciones. Agencias, reparticiones y organismos públicos deberían mostrar sus antecedentes a la ciudadanía no solo a resultas de un requerimiento específico, sino que deberían adelantarse a este y presentarlos de manera periódica y constante para su escrutinio. La tecnología digital así lo permite sin gran costo. Obviamente, mal implementado lo anterior, podría traducirse en un mero esfuerzo comunicacional para mejorar la imagen de determinada institución, aprovechando su posición privilegiada para presentar y difundir la información exhibida. Sin embargo, es justamente respecto de esas eventuales maniobras distorsionadoras que la ley, al otorgar a los ciudadanos y a sus organizaciones la oportunidad de escudriñar las cifras y antecedentes entregados, permite desenmascararlas, y así ayudar a consolidar una cultura de transparencia en la gestión pública que mejore sus resultados.
Dicha cultura se hace aún más necesaria tras la propuesta del Ejecutivo de una importante reforma tributaria, que pretende aumentar la recaudación fiscal en 3% del PIB. Esto implica incrementar los recursos a ser utilizados por una miríada de ministerios, instituciones, agencias y entes públicos, y es indispensable preocuparse por el buen uso de los mismos. Para eso, la ciudadanía debe poder informarse no solo en cuanto a su inclusión correcta en la partida presupuestaria correspondiente, sino a la ejecución práctica posterior -la eficiencia en su gasto, el no despilfarro, la no utilización política de esos recursos, entre tantas otras variables-, todo lo cual pasa a tener una importancia crucial. De eso depende la confianza pública, así como la credibilidad del Estado ante los contribuyentes y los ciudadanos receptores de beneficios. Una eventual falla en estos sensibles temas tiene consecuencias muy negativas para el funcionamiento de la sociedad.
Al respecto, cabe notar que las instituciones peor evaluadas en materia de transparencia son los municipios -paradójicamente, las instancias más cercanas a la ciudadanía-, con solo 56% de cumplimiento de la Ley de Transparencia, medida por el Consejo para la Transparencia. Contrasta eso con las universidades estatales, que aparecen con 85% de cumplimiento, seguidas de las empresas públicas y, más atrás, las entidades de la administración central. Hay aquí una llamada de alerta para procurar un mejoramiento de tal estado de cosas -ha habido ya alguno desde las primeras mediciones, justo es decirlo-, porque está en juego un activo muy valioso para el país. Mucho más que el mero cumplimiento de una Ley de Transparencia -que es un instrumento-, la meta a alcanzar por el aparato estatal chileno debería ser el establecimiento de una robusta cultura de transparencia en el gasto público.