Fue a mediados de 1984 (¡cómo pasa el tiempo, son 30 años!) y los medios se preparaban para la cobertura de los Juegos Olímpicos de Los Angeles. Gran agitación y expectativa, pues sucedían a los polémicos Juegos de Moscú, boicoteados por Estados Unidos a raíz de la invasión soviética a Afganistán y en los que participaron solo 80 países.
Era el reencuentro con todo el esplendor de la cita máxima. Y un momento de lucimiento para todos los especialistas que el resto del año tenían pocas oportunidades de lucir sus aptitudes o sus conocimientos.
La estación de televisión en la que por entonces trabajaba decidió hacer un cambio en la plantilla original de profesionales que informarían y comentarían el suceso. Lo que hicieron los genios programáticos fue sacar del equipo al único que dominaba al dedillo el tema olímpico (Gastón de Villegas, "el Lauca", ciudadano boliviano de larga carrera en Chile ,experto en nombres y marcas) y poner en su lugar a uno de los "comunicadores" más ignorantes de la televisión chilena de todos los tiempos.
Hablé con los ejecutores del canal ("ejecutivos" en el lenguaje cotidiano) y les sugerí que los dejaran a los dos en el equipo. Este columnista, en ese momento conductor, intentaría que el perjuicio no fuera excesivo. Pero no hubo caso. Solo querían al que desconocía todo lo relativo al olimpismo. ¿Tal vez porque el otro, como en algunas novelas, "sabía demasiado"? No lo supe ni lo sé.
Obviamente, renuncié. Me fui, una vez más, para la casa. No podía aceptar que se traicionara de esa forma al periodismo, a la propia estación, al público, al olimpismo, a la verdad, a la decencia. Eso era terrorismo comunicacional.
No fue la única vez. Ni el único medio donde viví alguna experiencia similar. Debí abandonar otro muy importante cuando este dejó en absoluta indefensión a un distinguidísimo periodista que era vilmente atacado por un personaje de moda.
Podría no haber hecho nada en ninguno de esos dos casos y en otros, pero no habría podido dormir tan bien como duermo. Alguien, siempre, tiene que hacer algo. No porque sea mejor, simplemente porque le toca. Ese algo sumado al de otros permite mantener la masa crítica suficiente para que el mundo siga siendo vivible.
Esos gestos, creo, eran más habituales hasta hace 30 años. No digo que antes la cosa fuera mejor, solo que había más casos. Hoy no veo en los equipos (médicos, deportivos, periodísticos, los que sea) alguna sensibilidad hacia los compañeros y menos alguna responsabilidad para con ellos o el medio. Veo, en cambio, un aumento en los casos de tipos en patológico temor de perder el empleo, visitantes permanentes de jefes, directores y gerentes, delatores del error del compañero, tristes y recelosos espectadores del éxito ajeno.
Y de pronto, como un rayo luminoso, en el escenario nuboso surge el gesto de los muchachos del Canal del Fútbol. ¡Nos vamos!, dijeron. Pero no por una cuestión de dinero ni por un horario excesivo ni por una colación insuficiente. Se fueron porque dos compañeros habían sido despedidos en su opinión sin justificación. Por eso que le llaman solidaridad, compañerismo. Porque les dolió, como propio, lo que a otros les había dolido. ¿No fue lo que dijo el Padre Hurtado?
Gracias, muchachos. No los conozco, pero en esta columna se los aprecia. Hay valores que conviene recordar. Aunque sea de vez en cuando.