Nunca temió el escándalo. El caso más bullado sucedió en 1961, cuando Hannah Arendt reporteó para la revista New Yorker el juicio de Eichman en Jerusalén. Para algunos, el pecado estaba en afirmar que sus crímenes no eran fruto de su antisemitismo, sino de la banalidad de un burócrata que había renunciado a pensar. Para otros, fue sacar a la luz el tema tabú de la colaboración de algunos líderes judíos con el holocausto. Como sea, ni el hecho de haber padecido en carne propia la persecución nazi y ser una filósofa mundialmente conocida atemperó la reacción furibunda contra sus opiniones, tanto en Israel como en el mundo entero.
Pero esa no fue la primera vez que Arendt se veía envuelta en un follón semejante. Lo mismo le había ocurrido en 1959, cuando después de numerosas peripecias por el rechazo que despertó entre los editores, publicó el artículo titulado "Little Rock. Consideraciones heréticas sobre la cuestión de los negros y la ' equality' ", en el que se refiere a la integración racial forzada por ley en las escuelas del sur de EE.UU., su país adoptivo.
Todo parte con una fotografía. Ella muestra a una niña afroamericana (o "negra", como se decía en esa época) que sale de una escuela de la localidad de Little Rock, Arkansas, acompañada de un adulto blanco amigo de su padre y protegida por soldados, mientras es hostilizada por un grupo de alumnos blancos de la misma escuela. El gobierno federal había resuelto, poco antes, iniciar la aplicación de las leyes antisegregacionistas "precisamente por la integración en las escuelas públicas", y esta fotografía registraba las consecuencias. Mirándola, Arendt se preguntaba si acaso había sido correcto partir por ahí; si había valido la pena someter a esa niña negra a una humillación de la cual quizás nunca se repondría, y a los niños blancos a una vergüenza que, por la vía de esa fotografía que los muestra como criminales, los perseguiría de por vida.
A partir de ese hecho Arendt hace una reflexión más general. Afirma que "sin alguna clase de discriminación, una sociedad dejaría simplemente de existir". Ninguna ley o política pública -agrega- puede evitar que la gente adhiera a ciertos grupos, ni que persigan la "exclusividad" y discriminen "a otros grupos del mismo ámbito (...) con el fin de identificarse" entre sí y elegir "con quiénes queremos pasar nuestra vida". Lo que busca la "integración forzada por ley" en las escuelas públicas, por ende, es endosarles a la escuela y a los niños "la solución de un problema que los adultos se han confesado incapaces de solucionar a lo largo de generaciones" y que tiene mucho de inalcanzable, como es el fin de la discriminación.
Cuando se escucha decir que el objetivo de la reforma educacional en Chile es terminar con la desigualdad, resulta difícil no recordar las aprensiones de Hannah Arendt, ni su acusación de estar quitando "el peso de la responsabilidad de los hombros de los adultos para depositarlo en el de los niños". Cuando se plantean desde arriba fórmulas como "efecto pares", "tómbolas" u otras por el estilo, es ineludible interrogarse si no se está usando a los niños como cobayas de remedios que los adultos rechazaríamos para nosotros mismos. En fin, cuando se traslada el sempiterno combate contra la desigualdad a la escuela y a la relación entre los niños, es imposible no ver en esto una coartada dirigida a justificar la indolencia frente a lo que ocurre en otros campos de la vida social.
"¿Hemos llegado al punto de exigir a los niños que cambien o mejoren el mundo?", se interrogaba Hannah Arendt a propósito de Little Rock. Esta misma pregunta debiera estar a la vista en cada lugar donde se debata la reforma educacional.