Siendo candidata se comprometió a una reforma tributaria que recaudara recursos para elevar drásticamente la calidad de la educación y reducir la desigualdad. Ya electa, envió al Congreso un proyecto que concretaba esas aspiraciones mediante un monto a recolectar (3% del PIB) y un vehículo para ello (un alza de impuestos). La Presidenta Bachelet pidió al Congreso una tramitación rápida, para disponer de los nuevos recursos desde el año próximo.
La derecha política expresó su terminante oposición. Alegó que antes hay que determinar lo que se va a hacer en educación, que subir la carga tributaria a las empresas dañaría el crecimiento económico y el empleo, y que, por eso mismo, una reforma de esta envergadura había que pensarla con más tiempo. El sector empresarial, así como las líneas editoriales de los principales medios de comunicación, expresaron aprensiones parecidas. Por su parte, destacados expertos favorables al Gobierno se mostraron críticos de algunos de los instrumentos con que el proyecto pretendía alcanzar sus objetivos.
Pero el Gobierno no se amilanó. Apelando a la mayoría de la que dispone, logró la rápida aprobación de su proyecto por la Cámara de Diputados. Pero tuvo costos. El clima político se enrareció y polarizó, la opinión pública comenzó a dudar de sus bondades; las voces críticas dentro del oficialismo, al comienzo tímidas, fueron subiendo de volumen, y los inversionistas locales y extranjeros fundamentaron cada vez más sólidamente su postura, todo esto en medio de una desaceleración de la economía.
En este contexto la reforma tributaria llegó al Senado. Su comisión de Hacienda, en un hecho sin precedentes, dio la oportunidad de expresar su opinión a todo quien quisiera, en forma pública. Entonces se produjo un suceso insospechado: los sectores políticos y empresariales que se oponían a la reforma expresaron sorpresivamente que hacían suyos sus propósitos: el monto a recaudar, la elevación del impuesto corporativo y la celeridad. Al mismo tiempo, los senadores de la Nueva Mayoría se hicieron eco de las aprensiones sobre ciertos instrumentos, e iniciaron un diálogo con el Ministerio de Hacienda para introducir correcciones. Las conversaciones se abrieron luego a los senadores de la oposición que participan en la comisión de Hacienda, lo que desembocó finalmente en un "protocolo de acuerdo" que fue firmado en la sede del órgano que había propiciado el entendimiento: el Congreso Nacional.
Todo hacía presagiar que los senadores de oposición tendrían dificultades para explicar su conducta frente a sus partidarios. Los acusarían de haber sido funcionales a lo que había dicho la Presidenta el 21 de mayo, cuando anunció: "Gobernaremos dialogando con todos los sectores, las veces que sea necesario, pero con el objetivo claro de que como país debemos avanzar en una sociedad con menores desigualdades y que les dé bienestar a todos y todas". Sucedió al revés. La rebelión estalló en el seno del oficialismo. El blanco de la insurrección no fueron los contenidos del acuerdo, sino el hecho mismo de pactar con la oposición.
La actitud de rechazo a cualquier acercamiento, negociación o acuerdo con los adversarios revela en el fondo un problema de identidad. Es el modo como un yo débil, frágil, falso o vacío se protege del pánico a mimetizarse con su oponente. Este trastorno se camufla corrientemente con un discurso moralista que convierte en escándalo aquello que da la razón de ser a la política: fabricar acuerdos. Pretender eliminarlo es una utopía, pero el caso de la reforma tributaria demuestra que al menos se lo puede mantener a raya.