Entre la legión de autores policiales nórdicos que han tomado el mundo por asalto, tal vez Arnaldur Indridason (1961) sea el más singular de todos, y su talento, la originalidad de sus relatos y un estilo realmente brillante lo sitúan a la cabeza de lo que es hoy la novela negra en el mundo. Lo primero que hay que tomar en cuenta al hablar de este novelista es que proviene de Islandia, una isla sobre la que, aparte de ciertas cosas pintorescas, no sabemos casi nada. Si exceptuamos a los estados nacidos tras la caída de los regímenes socialistas, que están conformados por pueblos antiquísimos, Islandia, fundada en 1944, es la nación más joven de Europa. Y en esa época era también uno de los países más pobres y atrasados del orbe, cosa que se hace difícil de creer cuando hoy detenta uno de los más altos niveles de desarrollo a nivel global, pese a que la prosperidad y el bienestar que ahora se dan por sentados, son recientes. Sin embargo, los islandeses han heredado algunas de las formas poéticas más antiguas de Occidente, las sagas, tan veneradas por Borges, y este legado, junto a una mitología que fue la base de muchas tradiciones literarias europeas, se ha transmitido a lo largo de los siglos. Como todos los creadores que superan el género novelístico que han escogido, Indridason, conocedor profundo de esa historia, nos la ha traspasado en cada una de sus ficciones.
La otra característica que llama la atención en todos los libros de este prosista es el aspecto marcadamente siniestro en cada uno de ellos. Pasaje de las Sombras, su último texto, da un paso más allá en cuanto al tono desolador, a veces funesto, en ocasiones francamente macabro de estas intrigas. El título mismo de la obra corresponde al nombre de una calle en Reikiavik vecina al Teatro Nacional, que empezó a construirse en 1943; en ese año se perpetraron dos espeluznantes asesinatos en contra de dos muchachas que nunca fueron resueltos. En aquel tiempo, Islandia, que aún era colonia danesa, estaba completamente ocupada por tropas británicas, norteamericanas y canadienses que se alistaban para el asalto a Normandía. Esa situación revolucionó a la pequeña sociedad isleña, en especial al sector femenino; por una parte, conquistar a un soldado extranjero podía significar un futuro promisorio al otro lado del Atlántico; por la otra, las autoridades locales y muy en especial las familias, veían con malos ojos que las jóvenes se liaran con militares que claramente buscaban cómo aprovecharse de ellas, sin ulteriores compromisos. Rosamunda, una de las víctimas, parece haber caído en manos de alguno de esos seductores y a Hrund, la otra, le habría pasado lo mismo en el norte del territorio. Flóvent y Thorson, de la Policía Militar, se hacen cargo del caso, pero son incapaces de resolverlo debido a la presión de más arriba, a la fuga y muerte de Jónatan, el único sospechoso y a elementos sobrenaturales que rodean a ambos crímenes, a saber, la presencia de elfos.
Setenta años después, Thorson, ya nonagenario, reanuda la investigación y Pasaje...comienza en el preciso momento en que es ultimado en su pequeño departamento. Konrad, jubilado como agente judicial, logra que Marta, la extravagante y obesa jefa de comisaría, le dé carta blanca para investigar la muerte de Thorson y esto lo lleva, inevitablemente, a interesarse en los homicidios de las dos chicas, cometidos hace dos generaciones. Desde luego, quedan poquísimos, por no decir ningún indicio acerca de esos hechos y fuera de unos cuantos papeles ajados que nada dicen, más un par de cartas y unos recortes de periódicos que Thorson mantenía, es indudable que ha habido mano mora para sepultar en el olvido ese antiguo episodio.
Con todo, la vehemente obsesión de Konrad por la suerte de Rosamunda y Hrund se origina en motivos personales: su propio padre estuvo comprometido en enormes estafas relacionadas con el espiritismo y también fue espantosamente ejecutado, en el Matadero de la capital, sin que nunca se haya sabido la causa. La trama se enmaraña hasta alcanzar niveles de creciente complejidad, aunque el hilo conductor permanece inalterado y la claridad de la crónica, rasgo sustancial en todos los volúmenes de Indridason, se conserva desde principio a fin.
No es una gracia menor de Pasaje…, porque en cualquier otro escritor esta narración habría caído en la confusión y el mal gusto. Aun así, quizá el mayor mérito de este thriller es que nos pasea por siete décadas de turbulencia y mentiras, ocultas bajo una capa de supuesta riqueza.