Una avalancha de críticas cayó sobre el ministro de Educación por lo que se dio en llamar su error comunicacional. Algunos llegaron a pensar que podía quedar sepultado bajo la andanada.
Su error, así ha quedado de manifiesto, consistió en adelantarse a anunciar un mecanismo sin haberlo compartido antes con el Gobierno del que forma parte. Muchos se preguntaron cómo es que un hombre ducho en estas lides pudo cometer un yerro de esa magnitud y no pocos se encaminaron a buscar explicaciones en su biografía o en su carácter.
Otra forma de explicarlo es que el ministro se desvela entre fórmulas específicas para la necesaria ponderación que deberá hacer entre los muchos bienes que se encuentran en juego.
Una cosa es defender que la educación sea un derecho y otra muy distinta es pretender derivar de ello que los chilenos deban hacer un sacrificio solidario para financiar cualquier oferta educativa que se le ocurra hacer a una entidad de educación superior y que sea capaz de atraer a un joven para que se embarque en ella.
El Estado chileno tiene defectos, pero comparativamente su historia destaca por haber focalizado de manera razonable el dinero que extrae de la actividad productiva de sus habitantes. A esa focalización responsable debemos buena parte del funcionamiento de las instituciones y de la economía, sobre los que se cimientan nuestra convivencia y el nivel de desarrollo.
Para mantener ese bien no transable de responsabilidad en el gasto público, la promesa de gratuidad universal en la educación superior deberá hacer no pocas precisiones, hacerse acompañar de severos límites y abundantes complementos, los que inevitablemente generarán tensiones y decepciones. La duración de las carreras será una de ellas; pero habrá algunas aún más complejas de sortear con vida para un ministro de Educación que se atreva, como este parece dispuesto.
Ya sea que la política se haga mediante becas que los estudiantes aporten a las universidades y centros de su elección y aún más si se logra con aportes directos, el Estado, por responsabilidad elemental con la sociedad a la que se debe, ha de establecer condiciones para aportar y sistemas de supervigilancia que se tensionan y tensionarán incluso más con las pretensiones de autonomía que enarbolan quienes participan de la educación universitaria.
Autonomía y libertad de enseñanza, por una parte, y derecho a la educación y responsabilidad en el gasto fiscal, por otra, son todos bienes estimables. La ponderación entre ellos exige de equilibrios y mecanismos complejos. Pretender que podemos alcanzar una educación de calidad, inclusiva y equitativa por medio del logro máximo de uno solo de esos valores, despreciando a los otros, puede comprenderse como una consigna utópica entre jóvenes; pero igual pretensión entre políticos viejos deviene en irresponsabilidad inexcusable.
A la reforma educativa le queda mucho paño que cortar; adelantar mecanismos específicos sin el respaldo suficiente es un error político para una autoridad de gobierno. Silenciar los problemas que el diseño de cualquier política enfrentará y los límites que indefectiblemente habrán de encontrar las consignas en juego constituiría otro error comunicacional, menos ruidoso tal vez, pero de nefastas consecuencias colectivas.
De los muchos errores comunicacionales que se pueden cometer, invisibilizar problemas para no incomodar a las audiencias no es de los más leves.
Tan solo lo supera en causar estragos la comunicación que se dirige a invisibilizar a las personas. La denostación y el "ninguneo" de los actores en juego -de los que, por desgracia, el debate educacional no ha carecido- es el error comunicacional más grave, pues genera entre los que lo padecen rencores que envenenan la convivencia y que no sanan fácilmente.
La pasión que inevitablemente acompaña un proceso de cambios profundos, como los que parecen necesarios en la educación chilena, no conlleva forzosamente estos, los errores comunicacionales de más graves consecuencias.