Frente al Museo de Bellas Artes se encuentra un palacete colorado que durante años se pensó para diversos proyectos. Finalmente se instaló allí un pequeño restaurante, el que previamente fue remodelado con modernidad para adquirir mayor espacio. Durante un tiempo atendió sólo en materia de tés y cafés, hasta ahora.
Sin ser una carta extensa, al parecer este siguiente paso no contó con el suficiente ensayo previo. Llegar a la una y levantarse casi a las tres, buscando a los mozos con la mirada, con equívocos en lo pedido y personajes muy gentiles -de la administración o propietarios, seguramente- tranquilizando a ratos (lo que extrañamente produce el efecto adverso), fueron parte de esta experiencia. Si a esto se suma la cuota opinable sobre la cocina, vaya el tirón de orejas.
Llega el pan, crujiente y caliente, y la mantequilla mucho después. De las entradas, un par de tártaros del mar ($7.900), uno de salmón con tumbo (fruto nortino) y el otro de atún con papaya, con "especias de aquí" dice la carta, las que penaron en ausencia y desabridez. Ambos servidos en frasquitos más propios de un autoservicio que hay que terminar raspando para capturar los últimos pedacitos. Un montaje debatible -coronado con hojitas y frutas-, al igual que con la sopa de cebolla Bellas Artes ($7.900), que viene "deconstruida": pote de vidrio con ostiones crudos, a los que el mozo vierte el caldo -que venía derechamente tibio- con el objeto casi imposible de pocharlos. Al costado, el queso rallado y una espuma de alioli con el espíritu de algún ajo peregrino. Ricos los ostiones fresquísimos, pero el queso tampoco se derretía en esa sopa. En este caso, el resultado fue menos que debatible.
Con lentitud, ya pasando la hora, llegaron los platos de fondo. Hay que destacar que el mozo hacía malabares para cumplir, aunque el resto del castillo no lo ayudaba mucho. Uno de sus colegas, de temperamento menos frío, estaba a punto del colapso.
Unos ñoquis minute (nombre irónico a la luz de la realidad, $7.900), intensos en roquefort y con toque de verduritas, sabrosos y rotundos. Y un filete de merluza patagónica a punto ($8.900) sobre puré de camote, con una "emulsión marina de vainilla y pebre de cochayuyo a la guayaba de Codpa" que si no se leyera en la carta, ni se preguntaba uno de qué sería.
Es plausible la búsqueda de ingredientes chilenos con una cierta "denominación de origen", si es que las preparaciones dejaran en evidencia sus virtudes comparativas, lo que no ocurre.
De postre, se pidió una tarte au citron, pero llegó una tarte fine aux pommes ($3.300), finita y de lujo, pero no era lo pedido. Sumando a esto que la limonada con albahaca era casi puro hielo ($2.200) y que los cafés tampoco llegaron junto al postre, habrá que esperar un rato a que en este restaurante calce la estética con lo gastronómico.
Y ojo con la música tan moderna. Aunque eso también entra en el terreno de lo debatible. En fin.
Av. Cardenal José María Caro 390, 26641544.