Una bomba en el Metro nos hace pensar en los anarquistas a la hora de buscar responsables del atentado. Sean o no ellos sus autores, el anarquismo, que parecía muerto desde los años 40, ha reaparecido en los últimos tiempos, no solo en naciones lejanas, sino también en nuestro Chile.
A primera vista, el anarquismo parece más bien propio de España, Rusia, los Balcanes u otros países donde las pasiones son grandes y la ira fácil. Cuando uno piensa en un anarquista, imagina a un individuo alto y pálido, de barba mefistofélica, vestido de negro, y que en lo más oscuro de la noche lleva debajo de la capa una bomba redonda y negra, a punto de estallar.
Lo cierto es que hoy también están entre nosotros. Como dijo una periodista, las ideas políticas no mueren, solo se duermen por un tiempo. Así, los anarquistas ganaron las elecciones en la FECh y nos hicieron ver la calidad de nuestra justicia en el caso Pitronello. Incluso se adelantaron a los tiempos, y en 2006, en plena "Revolución de los Pingüinos", pidieron el fin del sistema vigente de educación, eliminar el lucro y conseguir la gratuidad universal de la enseñanza.
Los anarquistas son un movimiento variopinto e inclasificable, que va desde los okupas y las anarcofeministas hasta las expresiones latinoamericanas del anarcopunk. Los hay pacíficos y amantes del Elqui, pero también duros, violentos y marginales, gente que quiere hacer saltar el mundo a pedazos.
Dejemos de lado a los anarquistas poéticos y vamos a los radicales, que son los que tienen interés político. ¿Qué tienen en común? La respuesta la dan los Sex Pistols en "Anarchy in the UK": "No sé lo que quiero/pero sí sé cómo conseguirlo". Los une su radical disconformidad con el mundo y su crítica al orden vigente y a toda autoridad.
¿Qué pasó en sus vidas, quizás en la temprana infancia, que los hace concebir de modo hostil realidades que, como la familia, la ley o un policía, para el resto de los mortales son instancias de protección?
A fin de cuentas, piensan que el mundo es un mal lugar para vivir, y rechazan cualquier tipo de orden. No es casual que en sus protestas callejeras arremetan especialmente contra semáforos, señales del tránsito y policías, que son símbolos de un orden que ellos repudian.
Los demás movimientos políticos y organizaciones, de izquierda y derecha, suelen coincidir en los fines (todos queremos, por ejemplo, una educación de calidad) y discrepar en los medios. En cambio, los anarquistas radicales están de acuerdo en el empleo de medios destructivos, pero sus fines son vagos y difusos.
Ellos trasladan a la política su visión negativa de la vida. Para la concepción tradicional, pensemos en Aristóteles o Kant, realidades como el Estado o la ley son condiciones de la libertad, pues nos protegen del capricho propio y ajeno. Así, una persona madura sabe que respetar una autoridad legítima le permite crecer en libertad. Una sana política es un juego cooperativo, donde gobernantes y gobernados salen ganando.
Para el anarquismo, en cambio, la relación política es un juego de suma cero. Como en el fútbol, si uno gana es precisamente porque otro ha perdido: no cabe que en la relación de gobernantes y gobernados ambos puedan triunfar al mismo tiempo. En este contexto, la libertad no se adquiere "a través de" las instituciones (familia, Iglesia, escuela o Estado), sino luchando "contra" ellas, porque todas tienen un carácter opresivo. Esto, según los anarquistas, sucede de manera necesaria, no porque alguien esté abusando de ellas.
Para el burgués promedio resulta difícil entenderlos. Así canta Crass, el más representativo de sus grupos musicales: "Me preguntan por qué soy odioso, por qué soy malo/me dicen que tengo cosas que ellos nunca tuvieron".
La solución al anarquismo no puede ser meramente policial. Esos encapuchados que vagan sin rumbo reflejan una sociedad que es incapaz de darles razones para vivir. Los okupas, por su parte, cuestionan, con razón, una concepción idolátrica de la propiedad. Su respuesta es a todas luces inadecuada, pero sus preguntas son válidas, y su rabia es una reacción ante déficit de alma que sufre nuestra sociedad.